Leo aquí mismo, en El Español, la historia de Marieke Vervoort, la mujer belga atenazada por una pavorosa enfermedad neurodegenerativa que tiene los efectos permanentes de una epidural: su cuerpo no existe de cintura para abajo. Se rebeló contra la desgracia haciéndose campeona paralímpica en varias disciplinas, dejando una cuando la discapacidad la iba cercando más y más y la obligaba a reducir todavía más expectativas físicas. En Londres se cubrió de oro. Después de Río se va a retirar. Y está pensando en el suicidio.

Lo llaman eutanasia pero es suicidio. Suicidio más cargado de razón o de razones que otros, pero suicidio al fin. Igual que la guerra es una geometría de asesinatos y la diplomacia una escalada de mentiras. La eutanasia es una autoinmolación que se intenta excusar o comprender en el mismo seno de nuestra cultura occidental, tan de uñas contra la naturalidad de la muerte. Tan negadora de su soberanía.

En la espléndida información sobre el caso Vervoort firmada por David Barreira leo que el impulso suicida tras la retirada de la alta competición no es exclusiva de los atletas paralímpicos. La idea ronda a muchos deportistas de élite cuando dejan el deporte, ese chupasangres, devoracuerpos y tragaalmas. La disciplina y la dedicación exigidas son tantas que es normal que la retirada provoque un brusco síndrome de abstinencia. Un yonquismo que sólo se cure dejando de vivir.

Imagínense si el futuro exatleta es alguien que ha hecho de su atletismo casi su único motor vital, su único punto de fuga frente a la degradación física y el dolor. Cómo no simpatizar con Marieke Vervoort.

El caso es que yo también simpatizo, he simpatizado desde el minuto uno, perdón, con el sudafricano Óscar Pistorius, condenado a seis años por tirar a matar contra su novia a través de la pared del baño. Que lo hizo está claro. Que lo quería hacer es lo que él ha negado siempre. Sin convencer al tribunal que le juzgaba, pero haciéndome dudar, y mucho, a mí. Un sudafricano blanco, joven, guapo, medallista olímpico, triunfador después de la amputación de sus dos piernas… Una vida modelo destruida por un instante de celos y/o de locura. ¿O por la envidia? Ojo que ir a juicio no siempre equivale a someterse a él. A veces implica someterse a algo más turbio.

Leo que Pistorius intentó suicidarse coincidiendo con la inauguración de los Juegos de Río. Por supuesto lo han negado de forma tajante, él y su familia. Todavía con menos éxito de convicción que cuando negaron sus intenciones homicidas, ya que en este caso no me lo creo ni yo.

Hay algo desgarrador en este hombre tratando de quitarse la vida en el mismo momento en que el planeta volvía a sucumbir en masa al hechizo olímpico, el mismo que un día, ya muy lejano, dio sentido a su vida despedazada. Y vuelta a despedazar con más saña todavía. Pistorius llegó a pasearse andando sobre sus muñones ante los jueces, a ver si les persuadía de su vulnerabilidad fuera de los estadios. Imagínense el núcleo duro de terror y humillación de la escena. ¿Están seguros de que es del todo imposible que este hombre sea inocente? Hemos mandado a tanta gente a la cárcel por corazonadas puras y duras, tan intensas como carentes de pruebas concluyentes.

Lo único que está de verdad más allá de toda duda es que el espíritu olímpico puede ser el de dioses a la terrible usanza antigua, en la mejor tradición griega. Y ya lo dijo Sócrates: vivir o morir, qué es lo mejor, sólo el dios lo sabe. Y se bebió su cicuta y se acostó.