El cónclave de 2013 supo anticipar el tiempo que venía. Pasadas las 7 de la tarde del 13 de marzo, el Colegio Cardenalicio elegía a Jorge Mario Bergoglio para suceder a Joseph Ratzinger como papa en un salto que prefiguraba el tipo de liderazgo que se impondría en el mundo años después. El millennialismo había llegado. De millennial, querido editor.

El papado de Francisco es el del triunfo de la publicidad, si aceptamos que el objetivo de la publicidad no es otro que conseguir que sea la reputación la que moldee los hechos y no al revés. Ninguna de las acciones de este papa supone un cambio doctrinal, siquiera mínimo, y hay días en que leyendo el periódico nos parece estar escuchando el crujido de la estructura de la basílica de San Pedro. Francisco inaugura una era en cada viaje de avión.

Sus declaraciones se asoman lo suficiente a los bordes de la doctrina como para provocar vértigo en el gentío. Y ni un paso más. Respecto a la homosexualidad, al aborto o al papel de las mujeres en la Iglesia, sus palabras son un excelente reclamo mediático que no compromete a nada y que no dejará ningún surco en la historia. Es el sino del nuevo liderazgo. La pregunta ya no es cuántas divisiones tiene el papa sino quién le lleva las redes sociales.

Entiéndase, lo que aquí se juzga no es cómo guía el pastor a su rebaño, que yo ahí no me meto, sino el proceso por el cual gente indiferente o abiertamente hostil al hecho religioso ha terminado por celebrar cada uno de los gestos del vicario de un dios ajeno.

Dice el presidente de Bolivia, Evo Morales, que está preocupado. Que la vida de su “hermano” corre peligro “por anticapitalista y por antiimperialista”, cuando el anticapitalismo de Francisco es el de León XIII y su antiimperialismo el de Pío XI.

Lo más llamativo es que muchos de los que veían en su predecesor a un doberman adoran a un papa que prometió un puñetazo a quien insultara a su madre. Y todos sabemos, no sólo el doctor Gasbarri, lo que eso significa. Son los que mostraron indiferencia cuando Ratzinger se atrevió a preguntar a las puertas de Auschwitz “¿Por qué, Señor, has tolerado esto?”, y que hoy jalean declaraciones de una simpleza tan peligrosa como esta: “La crueldad no se ha acabado en Auschwitz. Hoy se tortura a la gente”.

Asumo que desde siempre la política ha concedido más importancia al empaquetado que al producto, y esa es la razón por la que las reconversiones industriales sólo las podía hacer la izquierda y las subidas de impuestos la derecha. El problema es que el departamento de marketing se está jalando todo el presupuesto de la factoría de ideas y hemos empezado a empaquetar el aire. Con prodigioso esmero, eso sí.