En Tenemos que hablar de Kevin, la americana Lionel Shriver plantea un drama tenebrosamente parecido al de la matanza de Múnich: Kevin, un chico difícil, cita en el gimnasio del instituto a los compañeros por los que se siente despreciado y acaba con sus vidas. La última tragedia de este mes de julio envuelto en lágrimas parecía tener ingredientes de conspiración terrorista, pero se ha quedado en drama particular, que, como todas las historias individuales, lleva pegada la etiqueta de inevitable por lo imprevisible.

Uno puede aspirar a controlar a fundamentalistas, a futuros seguidores de la yihad, a fanáticos radicalizados. Es legítimo exigir a las autoridades que encuentren la forman de hacer más seguros los aeropuertos, los campos de fútbol, las estaciones de tren. Pero de pronto llega un chico enloquecido con una pistola comprada por internet y mata a diez personas en una hamburguesería. Y sí, podríamos hablar de la facilidad con que se consiguen las armas de fuego, pero el protagonista de Tenemos que hablar de Kevin asesina usando las flechas utilizadas en su entrenamiento de tiro con arco.

Matar es fácil: así, a bote pronto, se me ocurren media docena de formas nada sofisticadas de provocar una carnicería en la plaza en la que vivo. A la sencillez del asesinato hay que aunar la evidencia de que el mundo se ha convertido en un lugar esencialmente violento, y no porque el siglo XXI sea más pródigo en crueldades, sino porque la era de las comunicaciones amplifica cada acto de brutalidad llevándolo a todos los rincones del planeta. Hace medio siglo, nuestros abuelos ignoraban lo que ocurría en los países vecinos, no digamos ya en otro continente. Hoy un tiroteo en Nueva Orleans toma las redes sociales en cuestión de segundos.

Nadie sabe lo que pasó por la mente perturbada del joven asesino de Múnich, pero es fácil adivinar que los tiroteos en Estados Unidos, el reciente atentado de Niza y el asalto al tren bávaro pudieron actuar como una espoleta en sus intenciones. No hay forma de luchar contra todo eso. Quizá sólo nos queda aprender a aceptarlo como parte del peaje que hay que pagar por vivir en este tramo de la historia.

Hace unos días, el primer ministro francés, Manuel Valls, pronunció una frase demoledora: “Francia tendrá que acostumbrarse a vivir con la amenaza terrorista”. No sé si hay en la sentencia un componente de rendición o, por el contrario, un desafío a cualquier forma de miedo.