Hay algo espantosamente estéril en el dolor que provocan tragedias como la de Niza. En esa fuente de compasión horrorizada que empieza a brotar cada vez que nos enteramos de una nueva atrocidad de este tipo, y que nunca parece encontrar un cauce verdaderamente satisfactorio.

El primer cauce, el que va hacia los muertos y sus familias, supone a la vez el primer dique. Nuestra compasión se ve absorbida por el ovillo de perogrulladas que todos conocemos, ese que nos recuerda que nada de lo que hagamos o digamos durante estos días, aunque sea con la mejor de las intenciones, podrá conceder un segundo más de vida a todos aquellos a quienes la suya les fue arrancada la noche del jueves. Y que ya nunca podremos evitar que sus últimos instantes se vieran dominados por el dolor y el miedo; que el destino que les había reservado una muerte tan salvajemente abrupta no les permitió siquiera irse de este mundo en paz. En cuanto a las familias, quiero pensar que servirá de algo la conmiseración que mostrarán millones de personas para con su dolor a lo largo de los próximos días, semanas y meses. Pero no logro hacerme ilusiones ante la cruz que deberán llevar ya durante el resto de sus vidas, la mano de hierro que de ahora en adelante les golpeará en el pecho donde antes latía un corazón.

Otras vías de escape para el dolor también conducen a callejones sin salida. Hubo una época en que Occidente podía pensar que este mal venía de fuera, y que era allí hacia donde debía dirigirse la energía derivada del dolor: el 11-S como nuevo Pearl Harbour. Pero los últimos quince años nos han mostrado, mazazo a mazazo, tanto lo equivocados que estábamos como nuestra incapacidad para hallar una estrategia alternativa. Ahí está el informe Chilcot de hace unos meses; ahí está el hecho de que cada vez más atentados estén perpetrados por gente nacida en Europa, educada en nuestros colegios e institutos. Ahí está la evidencia de que la solución al terrorismo yihadista sólo podrá encontrarse junto a las comunidades musulmanas de primera, segunda o tercera generación que viven en Europa, y no contra ellas. Y ahí está el hecho de que, incluso en el dolor, podemos intuir que hay algo más que ideología o determinismo identitario en una atrocidad como la de Niza. Hay algo más denso y oscuro en aquellas ruedas ensangrentadas, el rostro de un mal que mira a lo largo de la Historia con muchos ojos distintos. Una crueldad y una estupidez milenarias que anidan en nuestros glóbulos.

El dolor puede antojarse, en fin, como algo espantosamente estéril; y sin embargo lo que más miedo debería darnos es que la violencia yihadista se acabe convirtiendo en una violencia base de nuestras sociedades, en un conflicto crónico, un hecho geológico inherente a nuestros barrios. Que la letanía de crímenes con nombres de ciudades, su pesado goteo de sangre, fuese horadando nuestra capacidad de conmoción. Que nuestra reacción ante futuros titulares de este tipo se reduzca a un fugaz “menos mal que no me ha tocado a mí”. Como hicieron tantos españoles con ETA, como hicieron tantos británicos e irlandeses con el IRA. Ese camino solo puede conducir a la bancarrota moral y a la ruptura social. El camino del dolor, indeseado e insistente, al menos nos conduce a un lugar donde nos podamos unir: a la plaza más noble donde nos podemos encontrar.