Las leyes estadounidenses permiten a los padres seleccionar el sexo de su hijo. De los que se acogen a esta opción, un 48,4% prefiere una niña y el 51,6%, un niño. Son datos sorprendentes por irracionales. ¿Quién puede querer un niño pudiendo escoger una niña?

Por término medio, las mujeres enferman menos, dicen sentirse más felices, son menos agresivas y delinquen menos. También tienen una probabilidad cuatro veces menor de sufrir problemas relacionados con el lenguaje y diez veces menor de sufrir problemas de sociabilidad o de desinterés por su entorno. Además, y de nuevo por término medio, las mujeres son más inteligentes hasta la veintena, cuando los resultados de ambos sexos en los test de inteligencia tienden a igualarse.

En contraste, los hombres predominan en los extremos de las gráficas. Lo cual quiere decir que hay más machos que hembras geniales pero también más machos idiotas que hembras idiotas. Buena suerte para aquellos padres que escojan un niño apostándolo todo a la carta de la genialidad porque es bastante más probable que acaben acunando a un futuro tuitero. Uno de esos que se alegran de la muerte de los toreros, que se oponen a los transgénicos, que no vacunan a sus hijos o que creen que el culpable del atentado de Orlando fue el heteropatriarcado.

En España está prohibida la selección del sexo de los hijos salvo en caso de transmisión de enfermedades genéticas ligadas al cromosoma X. Es un prejuicio puramente medieval, por no decir fascista, y una intromisión del Estado en la vida privada de sus ciudadanos. Un Estado que en algunos aspectos, y sólo hay que echarle un vistazo al currículum del ministro del Interior, sigue anclado en prejuicios y supersticiones que le sonarían prehistóricos a la mismísima reina Victoria.

El primero de esos prejuicios es el miedo a que el machismo acabe desequilibrando la proporción entre hombres y mujeres. Lo cual tiene fácil remedio: sólo hay que explicar las evidencias científicas que he explicado en el segundo párrafo de este texto. Y que Dios reparta suerte entre los padres que escojan un niño. El segundo es que el Estado no debe financiar caprichos. Es un argumento interesante pero no aplicable a las clínicas de reproducción asistida privadas. El tercero es qué hacer con los embriones descartados. La respuesta es obvia: donarlos a otras parejas. El cuarto es el más absurdo de todos ellos. La idea de que la selección del sexo contradice las leyes naturales.

He aquí un argumento interesante para una película de ciencia ficción. El de un planeta Tierra en el que la posibilidad de escoger el sexo de los hijos ha conducido a una proporción de sexos muy desequilibrada en favor de las mujeres. Pongamos un 70-30%. Un mundo en el que la selección sexual tal y como la describió Darwin ha pasado, por la ley de la oferta y la demanda, de las manos de las mujeres a las de los hombres.

En esa hipótesis quiero ver al feminismo ortodoxo. ¿Aceptaría éste un planeta sociológicamente feminizado a cambio de la cesión del privilegio de la selección sexual? Ese sí es todo un debate, oigan.