Cuando mañana lunes 11 de marzo de 2024 se cumplan 20 años de la mayor masacre terrorista de nuestra historia, con la subsiguiente prescripción de los delitos, los familiares de las víctimas y los españoles en general seguirán sin saber quiénes planificaron la masacre, quiénes pusieron las bombas en cada uno de los trenes y qué explosivo emplearon para asesinar a 192 personas.

Y lo peor de todo es que estas tres afirmaciones categóricas son compatibles con la polémica sentencia del juez Gómez Bermúdez y sus adláteres, ratificada en lo sustancial por el Tribunal Supremo.

De hecho, las únicas tres personas acusadas por la Fiscalía de idear y ordenar la matanza de Madrid —El Egipcio, Belhadj y Haski— resultaron absueltos por la total inconsistencia de las pruebas contra ellos y sólo Jamal Zougam fue condenado por colocar las bombas en uno de los vagones. El resto se atribuyen a los suicidas de Leganés, sin especificar quién hizo qué, ni aportar ningún testimonio que situara a ninguno de ellos en los trenes.

La infamia del 11-M.

La infamia del 11-M. Javier Muñoz

Por lo que se refiere al arma del crimen —la cuestión esencial del explosivo empleado— la sentencia dice dos cosas incompatibles: "No se sabe con absoluta certeza la marca de dinamita que explotó en los trenes, pero toda o gran parte de ella procedía de mina Conchita". ¿Por qué esa deliberada contradicción? Pues porque la única dinamita que en 2004 había en Mina Conchita era Goma 2 ECO y la prueba pericial, realizada con tres años de retraso, detectó que en los restos había dinitrotolueno y nitroglicerina, dos componentes que no forman parte de su fórmula molecular. 

El posterior corolario reconocía explícitamente la incapacidad del tribunal para resolver esta cuestión clave: "La falta de determinación exacta de la marca de la totalidad del explosivo no impide llegar a conclusiones jurídico-penalmente relevantes, respecto a la intervención de los procesados en los hechos enjuiciados". 

Todo un sofisma, si se tiene en cuenta que las principales pruebas que apuntalaban lo ocurrido y señalaban a los enjuiciados —la mochila de Vallecas, la Renault Kangoo, los restos de explosivos del piso de Leganés— estaban conectadas por el denominador común de la Goma 2 ECO de mina Conchita. 

Si en los trenes no estalló Goma 2 ECO, como sostuvieron la totalidad de los peritos independientes al término de sus análisis, sólo cabía deducir que esas pruebas eran falsas y pretendían manipular la investigación y entorpecer la búsqueda de la verdad. Demasiado para Bermúdez, que en el momento de la verdad se olvidó de su promesa ante las víctimas de enviar "caminito de Jerez" a los falsarios.

Sin necesidad de ir más allá, lo que 20 años después queda acreditado es el fracaso de nuestra democracia, el fracaso del Estado constitucional a la hora de esclarecer policial y judicialmente los hechos. Bien por falta de medios, por insuficiencia humana, por negligencia o por algo peor, ni los policías, ni los fiscales, ni los jueces implicados han sido capaces hasta ahora de dar respuestas convincentes a los principales enigmas del 11-M.

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De ahí que mi "Yo acuso" de hace quince años, dirigido contra 18 altos funcionarios, siga teniendo pleno vigor. Porque no podemos olvidar ni la pléyade de confidentes policiales que rodeaba a los imputados en la masacre, ni la calamitosa instrucción plagada de errores por acción y omisión, ni la vista oral en la que se dio por válido el testimonio de una rumana que sólo reconoció a Zougam un año después de los hechos. 

Con el agravante de que lo hizo tras haber sido rechazada por dos veces como víctima por el Tribunal Médico del Ministerio del Interior y obtener cuando recuperó la memoria las lucrativas ventajas que dicho estatus implicaba. Basta leer el candoroso argumento que el propio Bermúdez esgrimió ayer en nuestras páginas —"¿Usted cree que alguien tiene las narices de acusar a otro si no está seguro de lo que está diciendo?"— para darse cuenta de lo sospechoso de ese testimonio. 

Si existió alguna "conspiración" durante la investigación del 11-M, no anidó en las mentes de los pocos periodistas que tratamos de averiguar la verdad de lo ocurrido, sino en los actos de quienes optaron por encajar a martillazos los elementos que resultaban convenientes a la lectura que la izquierda gobernante hizo de los hechos.

"20 años después Zougam continúa proclamándose inocente, con argumentos lógicos y pasión, sin que ello le proporcione beneficio alguno"

Sus tres premisas eran que el atentado había sido consecuencia de la intervención de Aznar en la guerra de Irak, que su atribución inicial de la autoría a ETA no fue un error sino una mentira deliberada y que el cuestionamiento de la tesis de que un grupo de delincuentes comunes radicalizados había sido capaz de cometer tan sofisticados atentados suponía deslegitimar al nuevo gobierno.

La propia condena de Zougam a 42.000 años de cárcel no resiste, sin embargo, el más mínimo análisis lógico, en la medida en que se le culpa al mismo tiempo por haber "vendido" —¡a través del mostrador de su locutorio!— al resto de los miembros del comando las tarjetas prepago supuestamente utilizadas en los móviles y por haber colocado él mismo las bombas que contenían ese elemento que podía incriminarle. La justificación que Bermúdez hace ahora de esta circunstancia absurda es ya desopilante: "¿No cree usted que uno compra las cosas donde tiene confianza?".

Si a ello añadimos su estancia en un gimnasio la noche anterior a la masacre —comprobada por la policía y escamoteada durante la vista oral—, el que permaneciera en su locutorio cuando ya se sabía que se investigaba la tarjeta de la mochila de Vallecas y la probable fabricación policial del testimonio de al menos una de las rumanas, está claro que Bermúdez y sus dos acompañantes se olvidaron en su caso del "in dubio pro reo".

Como acaban de comprobar nuestros lectores, veinte años después, Zougam continúa proclamándose inocente, con argumentos lógicos y pasión persistente, sin que ello le proporcione beneficio alguno. Muchos de los que conocemos el sumario y seguimos en su día la vista oral le creemos. Pero es un hombre solo sobre el que ha caído la losa implacable de la razón de Estado, mientras el ya exjuez Bermúdez capitaliza la notoriedad adquirida, representando los intereses del régimen despótico de Obiang.

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De los 18 comisarios, jueces y fiscales a los que acusé públicamente en 2009 de negligencia, manipulación de pruebas y presunta prevaricación sólo uno, el jefe de los Tedax Sánchez Manzano, recogió el guante y presentó una demanda de protección al honor contra tres periodistas de El Mundo y contra mí. 

Fue una bendición disfrazada, pues la instrucción de esa demanda permitió revisar en sede judicial alguna de las pruebas que Bermúdez había dado por buenas durante la vista oral. El caso más significativo fue el del teléfono de la mochila de Vallecas, supuestamente programado a la misma hora que estallaron las bombas en los trenes, con una de las tarjetas vendidas por Zougam.

Cuando una prueba pericial demostró en la sede del juzgado número 56 de Madrid que, al extraerle la tarjeta —como había hecho la policía el 11-M—, ese modelo perdía la función horaria, se vino abajo el único vínculo fáctico entre la mochila de Vallecas y las bombas que estallaron en los trenes.

"Cometimos errores en algunos de los cientos de artículos publicados. Pero que no lográramos descubrir la verdad no significa que no la buscáramos con honestidad y ahínco"

Con evidencias como esa, la propia fiscal pidió a la juez que desestimara la demanda porque los 40 artículos que denunciaba estaban basados en "información veraz y de relevancia pública". La sentencia de la juez Lledó fue más allá al establecer que "ha quedado probada la sustancial conformidad de lo publicado con la realidad" y elogiar la "diligente búsqueda de la verdad" que nos había motivado.

Cuando Manzano recurrió, la Audiencia de Madrid añadió que lo que el jefe de los Tedax denunciaba como una "campaña" de El Mundo contra él "puede considerarse como una actitud pertinaz del citado periódico por esclarecer o intentar esclarecer o intentar que se esclareciera qué había ocurrido realmente en los atentados del 11-M".

Veinte años después me siento muy orgulloso de esa "pertinacia" y de la profesionalidad con que la docena de miembros de la redacción de El Mundo, encargados del caso, acometieron esa investigación durante la década que yo permanecí como director. Claro que cometimos "errores" —muy pocos— en algunos de los cientos de artículos publicados. Pero el que no lográramos descubrir la verdad, no significa que no la buscáramos con tanto mérito, como honestidad y ahínco.

De hecho, cuanto mayor es la perspectiva, más diferencia moral percibo entre la tenacidad y abnegación de aquella redacción y la acomodaticia pereza de quienes hicieron y siguen haciendo de nuestra descalificación a bulto su modus vivendi

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Nunca critico a ningún colega, pero la casualidad ha fijado mi vista en un artículo publicado el pasado domingo —cómo no, en El País— bajo el título "El gran bulo del 11-M: así se fabricó la teoría de la conspiración tras los atentados". Otra vez la matraca de siempre, pensé. Pero lo que me sacó de mi ataraxia fue la firma del autor: el mismo muchacho que en 2007 publicó una serie de artículos apuntalando la versión oficial de que Rabei Osman El Egipcio había sido el principal organizador del 11-M.

En uno de ellos, a doble página y con el título de "La marca indeleble de El Egipcio", culminaba la fabricación del estereotipo de aquel a quien había presentado como el vínculo entre la masacre y "la cúpula de Al Qaeda". Para ello se fijaba en una pequeña hendidura que tenía en la parte frontal del cráneo: "En su frente, la marca indeleble de su fe, el rastro del golpe repetido de su cabeza contra la alfombrilla extendida en el suelo… Esa marca que cada día ante el espejo le recuerda quién es".

Superior aún en elocuencia fue su trabajo "La impostura de El Egipcio", dedicado a la declaración de Rabei Osman durante la vista oral. "Más incluso que por las pruebas obtenidas por las policías italiana y española, El Egipcio está acorralado por su propia voz", decía al comienzo, dando por buena una transcripción que resultó manipulada.

"Hasta la amnistía de hoy hunde sus raíces en aquel inmenso agujero negro de 2004 que en la práctica engulló a la Transición"

"Pese a su voz convertida en la peor acusación, El Egipcio lo negó todo", añadía después. "Incluso fue más allá. Intentó legitimar su declaración de inocencia condenando los atentados. Este gesto… forma parte también de una estrategia".

Al final el periodista fullero reconocía que "si alguna baza juega a favor de El Egipcio es que los investigadores nunca llegaron a encontrar ni sus huellas ni su ADN en los escenarios del horror". Pero para ese problema también tenía solución: "Como en aquella vieja canción de Raimon, 'manos sucias de los que matan, manos limpias de los que mandan matar'".

No deja de tener su macabra gracia que quien convirtió una hendidura en la frente, una condena explícita de la masacre y unas manos limpias en elementos incriminatorios de un inocente reciba y acometa sin pudor el encargo de mantener vivo el censo de los supuestos "conspiranoicos". 

Pero más allá de esta malvada digresión, queda la realidad de que tampoco nosotros, quienes desvelamos la trama de los GAL, quienes destapamos Filesa, Ibercorp o la Gürtel, quienes día tras día aportamos ahora las principales primicias del caso Koldo, fuimos entonces capaces de cazar la verdad sobre el 11-M. Probablemente porque se trata de un alce con una cornamenta de demasiada envergadura como para que pueda abatirlo ningún medio de comunicación.

Si hubiera sido ETA, lo habríamos descubierto. Descartada hace mucho tiempo esa primera hipótesis, todo indica que la masacre de Madrid fue obra de profesionales con la probable contribución, como artistas invitados, de los suicidas de Leganés. Su propósito fue político y también su resultado. Hasta la amnistía de hoy hunde sus raíces en aquel inmenso agujero negro que en la práctica engulló a la Transición.

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A pocos les sorprenderá que una de mis películas favoritas sea Zodiac, basada en la historia real de cómo un policía, un periodista y un dibujante dedican años y años a perseguir a un asesino en serie en California. Todo en vano. Como escribió el crítico Ben Walters, "Zodiac trata sobre la compulsión por resolver enigmas y su golpe maestro es el reconocimiento progresivo, bastante contrario al tradicional cine criminal, de cuán infructuosa puede ser esa compulsión".

La mejor escena de esa película llega cuando, acosado por los detectives que le han descubierto en su nuevo lugar de trabajo, el principal sospechoso zanja la conversación:

—Yo no soy el Zodiac, pero si lo fuera tampoco se lo diría.

"Hay 2 tipos de españoles: los pequeños ignorantes que sabemos lo que no sabemos del 11-M y los grandes ignorantes que no saben lo que no saben sobre él"

Según Montaigne, "es la dificultad lo que da valor a la virtud". Pero mi experiencia durante 43 años y 9 meses como director de periódicos, me ha demostrado que eso no implica que el acopio incansable de virtud, como ocurrió durante nuestra investigación del 11-M, pueda terminar venciendo una dificultad descomunal.

Por eso he recopilado, a modo de anticipo del volumen que Planeta publicará en 2025, mi Memoria Incompleta de todo lo que vivimos, de todo lo que descubrimos y de todo lo que seguimos ignorando. En realidad, sólo hay dos tipos de españoles: los pequeños ignorantes que sabemos lo que no sabemos del 11-M y los grandes ignorantes que no saben lo que no saben sobre el 11-M.

Quede, por lo tanto, provisionalmente, la última palabra para aquella sentencia de la Audiencia de Madrid, redactada por el magistrado Antonio García Paredes, como aval y estímulo de nuestra conducta, por mucho rechinar de dientes que siga suscitando:

"La verdad periodística no tiene por qué coincidir con la verdad judicial, de la misma manera que esta no coincide con la verdadera realidad de los hechos".