He vuelto, como entonces, al paramétrico lugar del crimen.

Javier Muñoz

Las provocadoras curvas con las que Luigi Moretti implantó la vanguardia arquitectónica en la capital del mundo contemporáneo han sido pulidas y engalanadas por su discípulo Ron Arad. Hay un nuevo hotel con el vestíbulo audazmente decorado con cobre; pero no por eso el 2650 de Virginia Avenue ha dejado de ser "la dirección más infame de Washington".

Ese imán marcó mi vida como periodista y me ha arrastrado hoy ante el espejo de la historia.

Acaban de pasar 50 años desde aquella noche de mayo del 72 en la que el 'hombre del bigote', fanático, esotérico y violento, al que en la propia Casa Blanca llamaban "nuestro Hitler", detuvo su jeep verde ante el conglomerado de moda a orillas del Potomac.

Señalando el perfil sinuoso de sus luces ondulantes diseñadas para mimetizar el río, transmitió con fascinación a su acompañante la consigna que había recibido: "Ese es nuestro próximo objetivo, 'Macho'".

El 'hombre del bigote' era Gordon Liddy, un exagente del FBI de ideas ultraconservadoras, obsesionado por la fuerza física, la lealtad perruna al mando y las 'acciones de inteligencia' contra los agitadores y revolucionarios que asimilaba al Partido Demócrata. Un adelantado a la era de la polarización que habría asaltado con gusto el Capitolio.

Liddy tenía un puesto de muy bajo rango, vinculado a la lucha contra la droga en la administración Nixon, pero había logrado que los responsables del Comité para la Reelección del presidente, encabezado por el ex Fiscal General John Mitchell, le ficharan como asesor de seguridad y dieran luz verde al proyecto de su vida: la 'Operación Piedra Preciosa'.

'El Macho' miró fijamente al contorno con forma de ameba que formaban el Hotel Watergate y los cinco edificios anexos de apartamentos y oficinas. Aunque el crítico de arquitectura del Washington Post había escrito que su incorporación a la estética monumental de la capital equivalía a "invitar a una striper al funeral de tu abuela", aquel conjunto singular brillaba, en efecto, como una joya preciosa en medio de la noche.

Eclipsando incluso al contiguo Kennedy Center, plataforma del glamour de JFK y Jackie, el Watergate era ya el lugar más sofisticado de Washington, el epicentro de poder de la nueva situación. El propio Mitchell con su locuaz y a menudo borracha esposa Martha tenía allí su apartamento. También la secretaria del presidente, Rose Mary Woods. También Anna Chenault, la misteriosa dama china que había servido a Nixon como enlace con el gobierno de Saigon.

Finalmente, el Partido Demócrata no sin reproches de su ala izquierda había caído en la tentación de alquilar parte de la sexta planta del edificio de oficinas adyacente al hotel como cuartel general de su campaña. Ese era el 'próximo objetivo' que Liddy señaló a 'el Macho'.

John Mitchell (izquierda) y Richard Nixon (derecha).

John Mitchell (izquierda) y Richard Nixon (derecha).

Visité por primera vez el Watergate a los pocos meses de que afloraran las consecuencias de aquel encargo. No sólo vivía Franco; también Carrero Blanco. Para un joven profesor de literatura, recién graduado en periodismo, traspasar el umbral del edificio que materializaba el escándalo nunca visto, fue como llegar a un planeta distinto, en el que los más poderosos daban cuenta de sus actos y la prensa contribuía decisivamente a ello.

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'El Macho' se llamaba Bernard Barker. Mejor dicho, Bernardo León Barker, nacido de padre yanqui en La Habana colonial de los tiempos de la hamaca y el quitrín. Durante la Segunda Guerra Mundial fue piloto de bombardeo: le derribaron en combate y cayó prisionero de los alemanes.

En los 50 la CIA le había adiestrado e infiltrado en la cúpula policial de la Cuba de Batista. Tras la llegada del castrismo había participado en el fiasco de Bahía de Cochinos y desde entonces buscaba el desquite junto a sus "muchachos" de Miami, un grupo de matones de alquiler.

Su verdadero jefe no era Liddy sino alguien que también venía de la Agencia: el mediocre escritor de novelas de espías Howard Hunt, instalado en una covachuela de la Casa Blanca como parte del grupo de 'fontaneros' encargados de combatir las filtraciones a la prensa.

Hunt se había convertido en el cerebro de las operaciones encubiertas dirigidas, desde la elección de Nixon en 1968, contra los 'enemigos políticos' del presidente. Pronto existió una lista que mezclaba a los Kennedy y sus afines, con actores como Gregory Peck o Steve McQueen, deportistas como el ídolo del futbol americano Joe Namath y numerosos periodistas. Todos eran "ratas" a las que había que "joder", según el argot que manejaban Nixon y sus asesores.

Liddy, Hunt, Barker, Mitchell y, por supuesto el propio Nixon, criado a los pechos del macartismo, cada uno a su nivel, eran todos hijos de la Guerra Fría, la caza de brujas y la paranoia anticomunista de los 50. También heraldos de cuanto hemos vivido medio siglo después.

Representaban a la América profunda que se había sentido estafada por la apretada y polémica victoria de Kennedy en 1960. Habían aguardado durante casi una década su revancha y no estaban dispuestos a dejarse avasallar por los hippies pacifistas, los activistas radicales de los derechos humanos o el lobby judío que controlaba la arrogante prensa de la costa este y las cadenas de televisión. 

En esos caladeros se alimentaba el 'lado oscuro' de la personalidad de un político inteligente como Nixon, dotado de un gran instinto para apelar al resentimiento de la mayoría contra las élites cosmopolitas de Nueva York o California y carente de escrúpulos o sentido de los límites para conseguir sus fines. Pronto se convertiría en la caricatura de sí mismo: "Tricky Dickie", "Ricardito el Tramposo".

Liddy, Hunt, Barker, Mitchell y, por supuesto el propio Nixon, criado a los pechos del macartismo, cada uno a su nivel, eran todos hijos de la Guerra Fría

Su atávica hostilidad contra la prensa se había materializado en el 71 en la batalla legal sobre la publicación de los 'Papeles del Pentágono' que ponían al descubierto dos décadas de autoengaño sobre Vietnam. Aquello había que pararlo en nombre de la seguridad del Estado.

Como luego ocurriría en la fase decisiva de Watergate, la sintonía entre la prensa y la justicia los dos grandes contrapoderes en la súper capital del poder le había arrojado a la lona. Pero, fiel a su legendaria tenacidad, Nixon se había levantado, se encaminaba con firmeza hacia la reelección y no quería dejar de saldar alguna que otra cuenta pendiente de pasada.

Era el caso de Daniel Ellsberg, el activista que había copiado y filtrado los Papeles del Pentágono primero al New York Times y después al Washington Post. Había que desacreditarle y ese era un trabajo para Hunt, Liddy, Barker y los "muchachos" de Miami que asaltaron la consulta de su psiquiatra en Los Angeles, buscando documentos comprometedores. No encontraron nada, pero el operativo les sirvió de ensayo general para lo que tenían que hacer en el Watergate.

Howard Hunt.

Howard Hunt. Gtres

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En el Comité para la Reelección del presidente (su acrónimo de CREEP, "arrastrado", le hacía justicia moral) se había recogido el dinero a espuertas. La regulación de las donaciones era entonces muy laxa y Nixon no tenía el menor reparo en impulsar una absorción por la ITT, violando reglas antitrust, o en vender directamente las embajadas al mejor postor: a un magnate que se sentía de menos en la de Trinidad-Tobago su equipo le pidió por escrito 100.000 dólares de los de entonces por trasladarle a España o Portugal. Quedó en el intento porque debió de parecerle caro.

El Partido Demócrata, descabezado tras la retirada de Lyndon Johnson y el asesinato de Bobby Kennedy, había cometido el error de nominar como candidato, a falta de mejor alternativa, al senador McGovern, un izquierdista peligroso en términos norteamericanos, que en Europa se habría quedado en liberal progresista. Para colmo el compañero de candidatura elegido por McGovern para la vicepresidencia, Tom Eagleton, se había quedado por el camino al aflorar que había recibido tratamiento psiquiátrico con electroshock.

Además, el intento de derivar el voto tradicional de los demócratas sureños hacia un tercer partido encabezado por el gobernador George Wallace había quedado frustrado por el atentado que le encadenaba a una silla de ruedas.

El Partido Demócrata, descabezado tras la retirada de Lyndon Johnson y el asesinato de Bobby Kennedy, había cometido el error de nominar como candidato al senador McGovern

Todo ello favoreció la lluvia de aportaciones a la campaña de Nixon y, en ese contexto de abundancia, cómo alegarían después los altos cargos del CREEP, ¿qué importancia tenía asignar 350.000 dólares a un fondo de maniobra, que la prensa denominaría "secreto", para financiar el 'contraespionaje' de Hunt y Liddy frente al 'espionaje' que el presidente, en su paranoia, daba por hecho que practicaban los demócratas?

De las mentes calenturientas de esos sicarios, a tono con la negra caldera que bullía en el corazón de Nixon, emanaron propuestas basadas en todo tipo de manipulaciones y vilezas. Desde el asesinato del columnista Jack Anderson, fingiendo un atropello, hasta el secuestro de los promotores de las protestas contra la Convención Republicana de Miami. Algunas se llevaron a cabo como la Cannuck Letter, una carta falsa, burlándose de los inmigrantes de origen franco-canadiense en Maine, que hizo descarrilar la campaña del senador Muskie, favorito en las primarias.

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Medio siglo después, ahora que vuelvo a entrar en un hotel recién remodelado con pretensiones de gran lujo y en el que el principal vestigio del pasado es una biografía en lugar preferente del director del Washington Post, Ben Bradlee, sigue sin entenderse la lógica de la colocación de micrófonos en la sede demócrata del Watergate.

En esa primavera de 1972 la suerte de la reelección ya estaba echada. Nixon se había fraguado con sus viajes a China y Rusia una imagen de gran estadista y mantenía una ventaja sobre su contrincante cercana a los veinte puntos en todas las encuestas.

Ni la tesis de que se trataba de averiguar qué sabían los demócratas de los republicanos, ni la de que se buscaban pruebas de las conexiones de algunas figuras de la oposición con una red de prostitución de lujo, han adquirido nunca consistencia.

Sólo prevalece la idea de que la falta de sentido del autocontrol de Nixon y su camarilla se transmitió en cascada a los niveles inferiores y generó una selección a la inversa de individuos como Hunt o Liddy. Watergate y todos los demás actos de sabotaje político fueron casi una consecuencia psicosomática de un sentido enfermizo del abuso de poder. El efecto de la sobredosis de esa peligrosa droga que, por lo visto durante la era Trump, rebosa periódicamente en algunas de las alcantarillas de Washington.

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El caso es que Barker y sus cubanos con apellidos tan poco singulares como González o Martínez alquilaron dos habitaciones en el Watergate como base de operaciones y entraron por primera vez en las oficinas del cuartel general demócrata el 28 de mayo.

Este sábado hará medio siglo de ese asalto inicial. Nadie lo supo porque se limitaron a colocar dos micrófonos, suministrados por el "tecnólogo" del equipo de seguridad del CREEP, otro ex de la CIA que había ejercido de guardaespaldas de Martha Mitchell, llamado James Mc Cord.

Una de las dos chicharras no funcionaba y la otra, instalada en el teléfono equivocado, sólo recogía chismes irrelevantes sobre los ligues de las secretarias. A Liddy se le caía la cara de vergüenza cada vez que remitía a sus jefes las transcripciones captadas por un equipo de escucha instalado en una habitación del hotel de la cadena Howard Johnson's que había enfrente. Como le dijo el número dos de Mitchell, aquello era una auténtica "mierda".

El caso es que Barker y sus cubanos alquilaron dos habitaciones en el Watergate como base de operaciones

Ese Howard Johnson's ya no existe, pero la cercanía del bloque de oficinas en alquiler que lo sustituye permite entender lo fácil que era vigilar las oficinas del Watergate con unos simples prismáticos.

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Tras el fiasco inicial, no quedaba otra que volver a entrar para afinar el trabajo. Hunt opinaba que el riesgo no merecía la pena. Para Liddy era una cuestión de amor propio y sumisión jerárquica.

Liddy creía, o quería creer, que había órdenes directas de Mitchell, de repetir la jugada, reparar los micrófonos y fotografiar cualquier documento a mano: "El 'Gran Jefe' quiere la operación. Nosotros somos soldados, Howard. Nuestro futuro está en el Gobierno y si no lo hacemos nosotros, lo hará otro". Así queda recogido en "Watergate, A New History" del brillante Garrett M. Graff.

El caso es que el 16 de junio a las 10 de la noche, cuando Hunt y Liddy les avisaron desde el Howard Johnson's de que se habían apagado las luces de la sexta planta, Barker, McCord y tres de los cubanos se colaron por la puerta del garaje común del complejo Watergate, colocando cinta aislante en la cerradura para tener esa vía de retirada expedita. Para su desgracia, un bisoño vigilante se percató de la jugada y avisó a la policía.

Por si el episodio no fuera suficientemente rocambolesco, los agentes más a mano resultaron ser tres infiltrados en los grupos radicales de la ciudad que acudieron con camisas floreadas y melenas contraculturales.

Cuando, pistola en ristre, descubrieron que el acceso a las oficinas de los demócratas había sido forzado e irrumpieron en ellas al grito de "¡manos arriba!", esperando encontrar un ladrón solitario, su sorpresa fue mayúscula al ver aflorar entre los muebles a cinco señores encorbatados provistos de artilugios electrónicos. Esa será la efeméride que se conmemore dentro de tres semanas.

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Liddy y Hunt salieron corriendo del Howard Johnson's con tres propósitos atropellados: destruir las pruebas, avisar a sus jefes del CREEP y exigir protección política y económica para los detenidos. Liddy le dijo a su esposa que iría a la cárcel y comunicó al asesor de Nixon, el frívolo y oportunista John Dean, designado por la Casa Blanca para arreglar el estropicio, que estaba dispuesto a 'pegarse un tiro' cuándo y dónde le mandaran. Hunt voló a California y se escondió en casa de un excompañero de la CIA.

Los asaltantes de Watergate James W. McCord, Virgilio González, Frank Sturgis, Eugenio Rolando Martínez y Bernard Barker.

Los asaltantes de Watergate James W. McCord, Virgilio González, Frank Sturgis, Eugenio Rolando Martínez y Bernard Barker.

Pronto quedaría acuñada la frase lapidaria del portavoz de Nixon, Ronald Ziegler definiendo lo ocurrido como "una ratería de tercera". Ni siquiera a eso había llegado porque los asaltantes del Watergate no se habían llevado nada.

Examinando las cosas con la perspectiva de quien ha vivido lo difícil que es que los actos delictivos gubernamentales tengan su merecido castigo, lo fácil que resulta que las sospechas más fundadas se vayan diluyendo en el tiempo, mientras los procedimientos judiciales encallan y desembocan en la impunidad, podría catalogarse casi como un milagro que la verdad aflorara en el caso Watergate.

Sólo ocurrió algo parecido con los GAL. Con la diferencia de que mientras Felipe González aguantó hasta que fue derrotado in extremis en las urnas y sigue siendo rutinariamente aplaudido en los amnésicos congresos del PSOE, Nixon tuvo que dimitir con ignominia. Y esa dimisión del hombre más poderoso de la tierra cambió para siempre las reglas del control de los gobiernos, estableciendo un paradigma del escándalo político, interminablemente prolongado, entre lo oprobioso y lo ridículo, en forma de sufijo: el Koreangate, el Irangate, el Monicagate, el Pemexgate, el Vacunagate, el Catalangate…

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Todo eso empezó aquí, hace medio siglo, entre esta mole de cemento con curvas y peraltes ahora recauchutados.

Es cierto que los sicarios de los hombres del presidente dejaron un rastro decisivo: en sus habitaciones y domicilios había billetes de cien dólares que resultaron ser correlativos a los retirados por Barker en un banco de Florida tras ingresar cheques de donativos a la campaña de Nixon. El "follow the money", "seguid la pista del dinero", que uno de los mandos intermedios del Washington Post, mi admirado Barry Sussman, aconsejó a Woodward y Bernstein, fue el hilo que condujo al ovillo.

Pero incluso el alarde de tenacidad y pericia periodística de estos dos reporteros, de sus jefes directos los olvidados Sussman y Simmons, de su director Ben Bradlee y de su editora Katherine Graham, a la que Mitchell amenazo con "meterle una teta en una escurridera", habría sido estéril de no haber concurrido otros cuatro factores.

Los sicarios de los hombres del presidente dejaron un rastro decisivo

El primero, el correcto funcionamiento de la separación de poderes, encarnado en el presidente del Comité Judicial del Congreso Peter Rodino, el presidente de la Comisión Especial del Senado Sam Erwin y el combativo juez Sirica —"más un Sancho Panza que un Salomón", según Sussman al que le correspondió el caso.

Benjamin Bradlee y Katharine Graham, editor y propietaria de The Washington Post.

Benjamin Bradlee y Katharine Graham, editor y propietaria de The Washington Post.

El segundo, la independencia y profesionalidad de los agentes del FBI, con apellidos latinos como Lano o Magallanes, que investigaron los hechos hasta sus últimas consecuencias, sin ceder a las presiones del propio director en funciones Patrick Gray que, por encargo de la Casa Blanca y bajo la supervisión pegajosa de Dean, no dejaba de intentar ponerles trabas.

El tercer percutor del "milagro" fue la mezcla de sentido justiciero y afán de revancha que impulsó al director adjunto Mark Felt, eterno segundo de a bordo de Hoover en el FBI, preterido a la hora de la sucesión en favor de Gray, a traicionar no sólo a sus jefes sino a sus propios colegas, convirtiéndose en el "Garganta Profunda" de Woodward y Bernstein y en la fuente no identificada de la revista Time o el Daily News cuando aportaron relevantes exclusivas sobre el caso.

Mark Felt, exdirector adjunto del FBI.

Mark Felt, exdirector adjunto del FBI. Gtres

Pero en cuarto y definitivo lugar, la clave de la bóveda destinada a derrumbarse fue, por encima de todo lo demás, la inaudita conducta del propio Richard Nixon, vencedor en 49 de los 50 estados en la reelección de noviembre, pero empeñado en una huida suicida por la senda del encubrimiento que le hizo incurrir en delitos mucho más graves que los perpetrados en su nombre por Liddy, Hunt, el Macho y los "muchachos".

A esa autopsia de la autodestrucción de un gobernante dedicaré mi próxima carta, a modo de espionaje inverso desde la planta inmediatamente superior a la que ocupaban las oficinas demócratas. Con el Potomac en la ventana y el puente dedicado a Teddy Roosevelt como paisaje de fondo.