De repente, el mundo desarrollado entró, en cuestión de unos meses, "en un valle oscuro habitado por los gigantes del desempleo, la miseria, las disensiones y el miedo y, a medida que la oscuridad se hacía más densa, las difusas nubes de la crisis económica se condensaron en una gran tormenta política".

Ilustración: Javier Muñoz

Tan lúgubre metáfora fue incluida por el historiador Piers Brandon en la introducción de su libro The Dark Valley, dedicado a la autodestrucción de Europa durante los años 30. Aunque el desencadenante no esté siendo un desplome bursátil, como el del 29, sino la pandemia del coronavirus, todas estas palabras son por desgracia plenamente aplicables a la España actual.

No es verdad que hayamos ganado la batalla contra el virus. Ni por la vía de la inmunidad de grupo, tan remotamente alejada, ni menos aún por la del rastreo y detección precoz de los contagios. La drástica eficacia del confinamiento, nos ha permitido ganar tiempo para mantenerlo a raya, pero no para expulsarlo de nuestras vidas.

Otra cosa es que, coincidiendo con la subida de las temperaturas, el Covid esté adoptando mutaciones menos agresivas, como si quisiera convivir con su huésped en vez de matarlo. Aun así, esta semana murieron más de quinientos españoles por el virus, elevando el acumulado a casi 29.000 víctimas oficiales -y al menos 42.000 reales- y se infectaron dos mil más, hasta alcanzar los 233.000 casos detectados.

La parte positiva es que ni la salida masiva de los niños, ni los paseos de los adultos, ni la entrada de casi toda España en la Fase 1 de la confusa, arbitraria y politizada desescalada gubernamental se ha traducido en un repunte. Pero ese riesgo, con la calamidad aneja de un nuevo confinamiento, sigue planeando sobre nuestras cabezas.

Es cierto que la emergencia sanitaria ha quedado superada y que ingredientes de nuestra peor pesadilla como la morgue del Palacio de Hielo, el triaje en los hospitales por falta de respiradores y plazas en las UCI, o los cadáveres abandonados en las residencias de mayores parecen haber quedado atrás definitivamente.

El descomunal esfuerzo de nuestro sistema sanitario, fruto de la entrega de los profesionales, la ejemplar colaboración entre hospitales públicos y privados, y los suministros adquiridos por el Gobierno, las autonomías y las grandes empresas solidarias, garantiza que si hay un rebrote, la tasa de mortalidad no será ya la misma.

Entre otras razones, porque los ensayos clínicos y los proyectos de investigación -con nuestras farmacéuticas entre las más activas del mundo- empiezan a generar tratamientos eficaces, en un proceso similar a lo que ocurrió con el SIDA.

No es verdad que hayamos ganado la batalla contra el virus. Ni por la vía de la inmunidad de grupo, ni por la del rastreo y detección precoz de los contagios

Pero hasta que dentro de seis meses, un año, o ya veremos cuando, haya una vacuna accesible para todos, el riesgo seguirá siendo real y el miedo, libre. De poco les sirve a los familiares de los muertos de esta semana saber que han perdido a sus seres queridos durante el aplanamiento de la curva y de poco les servirá a los usuarios de los transportes públicos, protegidos tras sus mascarillas, saber que las posibilidades de contagio son mucho más bajas que hace dos meses.

Máxime cuando en la "nueva normalidad" el sistema de salud sigue sin ofrecer los prometidos test "en 24 horas" a quienes crean tener síntomas y las aplicaciones que permitirían gestionar individualmente el riesgo, a través del móvil, brillan todavía por su ausencia.

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Entre tanto, la economía sigue en caída libre, haciéndonos anhelar, por duro que sea, el choque con la base de la L, en la que nos instalaremos al menos durante lo que queda de año y una parte del siguiente. De momento, seguimos sin hacer pie.

Cada semana que pasa empeoran las expectativas. Hasta el extremo de que el servicio de estudios de uno de nuestros tres grandes bancos ya pronostica que la caída del PIB no será del 9,6%, como el Gobierno ha comunicado a Bruselas, ni siquiera del 13,6%, previsto por el Banco de España en su escenario más pesimista, sino que estará muy cerca del 15%.

En este contexto de empobrecimiento sin precedentes, Pablo Iglesias baila jovial su claqué revanchista, con la ironía macabra de que los "ricos" -según él, cualquiera que haya ahorrado o invertido un millón al cabo de una vida trabajando y tributando- estarán encantados de que se les confisque hasta un 3% anual, para mantener la ineficiencia de las clases extractivas a las que se ha incorporado, con el entusiasmo del pillaje, la parasitaria casta morada.

Y la irresponsabilidad del núcleo duro del Gobierno, aquejado al mismo tiempo de la enfermedad infantil del izquierdismo y del síndrome malabarista del aprendiz de brujo, ha desembocado en la estúpida danza macabra con Bildu, a costa de la reforma laboral. Menos mal que Nadia Calviño ha emergido, in extremis, como el último poder fáctico capaz de parar dislates como ese.

Aun así, el daño a la credibilidad de Sánchez ha sido enorme, justo cuando el apoyo de Arrimadas a la prórroga, había comenzado a centrar su imagen. La carambola, fruto de su atolondrada estrategia, ha sido tan nociva que se ha llevado por delante de una sola tacada la confianza de Ciudadanos, el PNV, Esquerra, la CEOE, los sindicatos, los barones del PSOE y la izquierda moderada que ha escuchado atónita las incongruentes explicaciones de la ministra portavoz.

Pero lo peor de todo es que ha puesto de relieve que Iglesias nunca va a ser solidario con los errores de Sánchez. Su reacción del jueves por la mañana, poniendo al presidente entre la espada de su radicalismo de opereta y la pared de la realidad, indica que el peor enemigo de este gobierno está dentro y, antes o después, terminará haciéndolo implosionar.

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Punto y aparte merece el perfil de los portavoces parlamentarios protagonistas del enredo. Adriana Lastra simplemente no da la talla. Es la quintaesencia de un socialismo alcanforado que huye hacia delante, con los brazos en jarras, despotricando sobre casi todo para ocultar que no sabe de casi nada.

Entretanto, Echenique ha destapado su talante de mafioso de barriada, tildando de "sicarios" a periodistas con nombre y apellido y marcándoles como objetivos para el día que actúen las turbas embalsadas por Podemos. Cualquiera diría que Pablo Iglesias le ha instruido en los modales de su alter ego Georges Couthon, aquel que, también desde una silla de ruedas, alentaba todo tipo de vesanias, hasta que el gran Vergniaud, "águila de la Gironda", no pudo por menos que exclamar: "¡Dadle un vaso de sangre! ¿No veis que tiene sed?".

La carambola ha sido tan nociva que se ha llevado por delante la confianza de Cs, PNV, ERC, la CEOE, sindicatos, barones del PSOE y la izquierda moderada

La catadura de ambos portavoces, la del desaforado Rufián y la del vicepresidente de la Comisión de Reconstrucción, Enrique Santiago, un comunista antediluviano, vinculado al castrismo y sus grupos guerrilleros, es un serio hándicap para que la espiral de frentismo y confrontación que desquicia al Parlamento remanse en ese último y decisivo ámbito de encuentro.

La lista de comparecencias ya augura que lo que se concibió como cauce para el consenso puede terminar agriando aún más los disensos. Se escuchará a la incendiaria ministra de Igualdad, Irene Montero, pero no a la sensata titular de Industria y Comercio, Reyes Maroto. Comparecerán los portavoces de la sectaria Federación de Defensa de la Sanidad Pública pero no los del IDIS que agrupa a todos los sectores de la Sanidad Privada. Como si lo que hubiera que "reconstruir" fueran las redes clientelares de la izquierda, a costa de terminar de sepultar nuestras empresas.

Naturalmente Abascal y Espinosa de los Monteros, empeñados en retrotraernos, al alimón con Iglesias y Echenique, a lo peor de nuestra historia, acosos domiciliarios incluidos, han aprovechado el episodio de Bildu para abandonar la comisión. Y la ultraderecha mediática ya reclama que el PP haga lo propio, a ver si rompemos de una vez todos los puentes y pasamos de las palabras a los puños para que todo español deba elegir entre la peste y el cólera.

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¿A qué juega Pedro Sánchez, cuando las estadísticas ya le sitúan como el gobernante europeo que, en el dilema de salvar vidas o empleos, peores resultados tiene en ambos frentes? ¿Acaso a desempeñar el papel del primer Tsipras, dando rienda suelta a su Varufakis con coleta, en una huida populista hacia delante, fustigadora de la maldad intrínseca de los mercados, hasta darnos de bruces con el muro del rescate, justo a tiempo de que sea el que venga detrás quien arree con los recortes?

En el rincón de enfrente topamos con Vox, frotándose las manos, cual guerrero que se calienta para el combate, y un PP que, sintiendo el vientecillo de las encuestas a favor, ha convertido el "plan B" de Casado, en una especie de parapeto sin rendija alguna para tender la mano al Gobierno.

La guerra sin cuartel contra Sánchez aparece así como el mejor antídoto a las disidencias en la cúpula de Génova y el catalizador destinado a engarzar la ponderación de los Feijóo, Almeida o Moreno Bonilla con la línea dura en la que sus asesores están embarcando a la atropellada Díaz Ayuso.

Una cosa es que la presidenta denuncie el castigo político al que el Gobierno ha sometido a Madrid, a costa de la desescalada, y otra que haya llegado a presentar la protesta de los ancianos acecinados que golpean sartenes y cacerolas, con nostalgia de las zambombas navideñas de la postguerra, y los jóvenes con pulseras patrióticas y algún galgo corredor revestido de la bandera española, como augurio de lo que le espera masivamente al PSOE. Como bien apuntaba el otro día una buena amiga, remedando la reflexión de Marx sobre Brumario, la historia de la rebelión de la derecha castiza se repite "primero como tragedia y luego como farsa".

Con la particularidad de que la farsa puede llegar a ser tan traumática que resulte imposible distinguir sus secuelas de las de la tragedia. ¿O acaso no cabe que un día alguien se tome al pie de la letra el estribillo radiofónico de que este es un gobierno de "asesinos", cuyo presidente "tiene las manos manchadas de sangre", o la incitación del columnista que ha escrito de Sánchez: "No se le puede dejar vivo, hay que castigarle el hígado sin compasión"? El día que ese alguien actúe en consecuencia, la escalada de la acción y reacción estará otra vez servida.

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Hace ya década y media -el 11-M marcó el punto de inflexión- que en la meseta de la libertad y la prosperidad de los españoles, ensanchada por nuestra ejemplar Transición, comenzó a abrirse la falla tectónica del encono y la discordia. Durante los últimos años, ciertos programas de televisión y sobre todo las redes sociales han ahondado esa brecha. Sólo faltaba la pandemia para que el precipicio, al que de forma simétrica parecen querer arrastrarnos los extremistas de las dos Españas, como si atendieran una llamada inexorable de la tierra, se volviera tan escarpado como insondable.

El día que ese alguien actúe en consecuencia, la escalada de acción y reacción estará otra vez servida

"Ya apenas hay conversación entre las dos grandes redes neuronales", me contaba, apesadumbrado, un alto ejecutivo que recibe periódicamente mapas de color y calor sobre las actitudes de los españoles, a través de su conducta digital. La moderación, la concordia transversal y el propio ejercicio del diálogo se baten en retirada en las dos laderas, a cada vez menos metros del abismo, mientras prosigue el avance devastador de las llamaradas del odio de las minorías radicales que van calcinando nuestra morada vital.

Poco podrá hacerse desde la base de la sociedad, si no hay una rápida rectificación desde la cúpula. Cuando los cuatro nuevos caballos del Apocalipsis, esos "gigantes del desempleo, la miseria, la discordia y el miedo" del historiador Piers Brandon, avanzan en la oscuridad, todos somos liliputienses amenazados con quedar aplastados bajo sus botas terroríficas. Sólo un liderazgo esclarecedor podrá mostrarnos que no hay otro camino de salvación que el de la unidad o al menos la cooperación, incluso de los más abiertamente distantes, frente a esos comunes enemigos inmateriales.

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Cuando leí, párrafo por párrafo, el minucioso "plan B" presentado por Casado, como presunta enmienda a la totalidad al "plan A" de Sánchez, me acordé inmediatamente de una de las películas más interesantes -aunque ni de lejos, una de las mejores- que hemos visto Cruz y yo durante el confinamiento. Me refiero a La guerra de las corrientes (The Current War), dirigida por el tejano Alfonso Gómez-Rejón, en permanente tensión con el productor Harvey Weinstein, poco antes de que emergiera su historial como delincuente sexual.

La película describe el enfrentamiento a brazo partido, en el ámbito personal, científico e industrial, entre Thomas Edison y George Westinghouse, por el control del mercado de la energía eléctrica en los Estados Unidos de finales del siglo XIX. Cada uno contaba con apoyos financieros y apasionados seguidores.

Tras una etapa de hegemonía del "partido" de Edison, Westinghouse dominaba el mercado con su plan A de la corriente Alterna. Entonces Edison, con el respaldo del banquero J.P. Morgan -todo un Ibex unipersonal- lanzó su plan B, gracias a la invención de la Bombilla incandescente, o más bien C, aferrándose a la seguridad de la corriente Continua.

Fueron años en los que los avances científicos estuvieron rodeados de intrigas y juego sucio. Edison y sus partidarios agitaban los riesgos que para la sociedad suponía una corriente como la alterna, capaz de producir la muerte por electrocución. Westinghouse y los suyos contraponían los bajos costes que permitían que las clases populares, y no sólo los privilegiados, se beneficiaran de las ventajas de la iluminación. Ambas partes recurrieron a la exageración, las zancadillas y las descalificaciones personales.

Al final el pulso se decantó en favor de Westinghouse, gracias al cambio de bando del ingeniero croata Nikola Tesla que, tras haber colaborado con Edison, contribuyó con algunos de sus más decisivos conocimientos a perfeccionar la corriente alterna. Ése hubiera podido ser, desde luego, el papel de Albert Rivera cuando tuvo 57 escaños y quién sabe si Arrimadas aún puede desempeñarlo, aunque sólo le queden diez.

Sólo un liderazgo esclarecedor podrá mostrarnos que no hay otro camino de salvación que el de la unidad o al menos la cooperación

La película es en todo caso un canto a la oportunidad perdida que, en términos de ahorro de tiempo, dinero, pleitos y sobre todo bilis, hubiera supuesto la colaboración que Westinghouse ofrecía a Edison, de forma que para él no resultaba fiable.

Fueron los hechos los que impusieron la complementariedad de ambos proyectos y así, un siglo después de la muerte de ambos, todavía hoy combinamos la corriente alterna de Westinghouse y las bombillas de Edison. De hecho, la película termina con la filmación, desde una cámara inventada por Edison, de la utilización de las cataratas del Niágara para producir energía eléctrica, según los planes de Westinghouse.

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Poco antes de ese sutil rapapolvo retrospectivo a su enconamiento, hay una reveladora conversación entre ambos, cuando coinciden en una exposición de maquetas. Edison advierte que cuando "alguien pone una verja en su jardín", en realidad está poniendo "dos verjas" porque la separación afecta tanto a quien se aísla como a quien queda del otro lado. Westinghouse replica que, ante eso, caben dos opciones: o "repartir el coste de la verja" o "no poner ninguna verja y tener un jardín el doble de grande".

A la vista de que en España vamos camino de repartir entre todos el coste enorme de una descomunal verja, cualquiera diría que no somos capaces de convivir juntos en un jardín el doble de grande. Sin embargo, la patente complementariedad -e incluso las abundantes coincidencias- entre casi todo lo que propone el plan B de Casado y casi todo lo que viene implicando el plan A de Sánchez, hace incomprensible que no estén sentados en una mesa de negociación, con el común compromiso de no levantarse hasta que diriman sus contadas discrepancias y plasmen el acuerdo en la Comisión de Reconstrucción.

Y por si cada uno de ellos o de quienes les rodean, o incluso de quienes les votan, siente en un momento u otro que el interlocutor no es de fiar, que sus propuestas son inaceptables, que sus modales son repudiables o incluso que sus ideas representan la quintaesencia de lo detestable, hoy quiero hacerles saber que esa apropiada figura del Dark Valley que Piers Brandon llevó al título de su libro y resulta tan amenazadoramente actual, fue utilizada por primera vez, al final de la Segunda Guerra Mundial, por Winston Churchill, cuando celebró con uno de sus principales aliados que "los sacrificios y sufrimientos del valle oscuro que hemos atravesado juntos" hubieran terminado. Ese aliado no era ni Roosvelt ni De Gaulle. Ese aliado era Josef Stalin.