Luis Eduardo Aute.

Luis Eduardo Aute.

EN LA MUERTE DE LUIS EDUARDO AUTE

Aute, 'al albur de la intemperie'

4 abril, 2020 18:53

Hace diez años, en noviembre de 2010, en pleno apogeo de la anterior crisis, Aute dio uno de sus más emblemáticos conciertos. Tanto sus mensajes como lo que yo escribí sobre él en 'El Mundo', vuelven a adquirir inesperada y tremenda vigencia. Sirva este texto como homenaje al gran creador, al admirado amigo.

Espero que la ministra de Cultura hiciera un minucioso informe dirigido a los copresidentes Zapatero y Rubalcaba sobre cuanto vio y escuchó el pasado lunes en el recital de Luis Eduardo Aute en el teatro Alcalá. Tanto por el hecho de que los conciertos de Aute son uno de los mejores termómetros del estado de ánimo de lo que podríamos llamar la generación de la Transición, como porque cada vez que presenta un nuevo disco, como era el caso, incluye –entre rimas, suspiros y juegos de palabras– claves de interpretación del presente más profundas que la mayoría de los ensayos.

Una vez que nuestro crítico musical ya ha rendido justicia al virtuosismo técnico que con el paso del tiempo ha ido arropando la producción y puesta en escena de lo que siempre ha sido un bello ritual sacro de conceptos y sonidos, déjeseme añadir, en el plano de la experiencia personal, que Quiéreme es una de sus más maravillosas canciones de amor –y vaya que si está alto el listón– y que, ahora que estamos en plena campaña catalana, nada refleja tan bien el embrujo de la Barcelona cosmopolita y menestral de los años 60 como su emocionante Somnis de la Plaça Rovira.

Todo lo que él encontró en el barrio de Gracia –"on van viure els meus avis, on van néixer els seus fills"–, incluida la horchatería, la farmacia, el tranvía y el gran cinema, lo encontré yo, a una edad muy parecida a la suya, entre las calles Montaner, Aribau, París y Enrique Granados.  Conste, pues, el añadido de mi firma a esa declaración de amor a una ciudad y a sus habitantes en una de las más bellas lenguas del mundo.

Pero lo que más ha tenido que interesarles a nuestros copresidentes de lo que les contara la ministra González-Sinde no es nada de esto, sino la reacción emocional del público cuando Aute dedicó al pueblo saharaui la canción Intemperie que sirve de título al disco. Cualquiera diría que la primera estrofa fue escrita pensando en que podría darse una situación como la que estamos viviendo: "Emboscado en las entra-
ñas de una travesía/ de cien mil desiertos que no admiten vuelta atrás/ siento que el camino que he quemado cada día/ me conduce, cuando acaba, a otro desierto más". No sólo la palabra "desierto" sino el propio concepto de un interminable viaje entre engañosas dunas cuyo itinerario desemboca siempre de forma fatal en la casilla de salida evocaron de inmediato el triste destino de este pueblo nómada irredento e hicieron aflorar la mezcla de solidaridad y mala conciencia que recorre de forma muy transversal a la sociedad española, justo cuando se han cumplido 35 años del infame abandono de nuestras responsabilidades coloniales.

Lo que empezó siendo sólo un rotundo aplauso fue fraguando en algo mucho más hondo que enlazó el bello alarido que Pilar Jurado incrustó en la canción Atenas en llamas con el estremecedor redoble de los 12 tamborileros de Calanda que irrumpieron en el teatro para sellar el homenaje a Buñuel y su perro calándaluz. Todo terminó de adquirir sentido –el sentido de la desazón– cuando el concierto concluyó con el nuevo "canto de las sirenas" que debe poner en guardia a Ulises: el de los camiones de los bomberos, el de las lecheras de la policía, el de las ambulancias, el de las alarmas antirrobo que ululan cada día entre los escollos de nuestra navegación urbana.

Si Aute captó como nadie esa triste impotencia de corazones encogidos con que presenciamos en el 75 los brutales estertores de la dictadura –"No sé qué estrellas son
esas/ que hieren como amenazas,/ ni sé que sangra la luna/ al filo de su guadaña"– o desnudó con mirada de águila la impudicia de la España del pelotazo de los 90 y del ladrillazo del nuevo siglo –"Míralos, como reptiles/ al acecho de la presa/ negociando en cada mesa/ maquillajes de ocasión"–, ahora acaba de levantar acta de este invierno de nuestro descontento que empieza a durar ya demasiados años.

La suya es la perplejidad del idealista racional, desbordado por una maquinaria implacable que nadie parece a estas alturas en condiciones de controlar: "Y aunque sé que ya no existen mapas inocentes/ voy a la deriva como va mi poca fe/ en creer que puedo huir de la Hidra Inteligente/ ese Pandemónium del Poder que nadie ve".

Hasta los mayores defensores del liberalismo político y económico tenemos que reconocer que cada día es mayor la sensación de que hay una serie de procesos como la globalización de las transacciones financieras, la contaminación medioambiental o, a escala continental, este extraño modelo de construcción europea, basado en una moneda única para 16 políticas económicas distintas, que se nos han ido por completo de las manos a los ciudadanos. Son ya demasiadas veces las que notamos cómo nos alcanza y oprime alguno de los tentáculos de un Leviatán universal al que ni siquiera somos capaces de ponerle rostro. Creer en la eficiencia de la mano invisible que regula los mercados empieza a requerir enormes dosis de entregada buena fe.

Todos los fracasos de la ONU, la OTAN, el Ecofin, el Eurogrupo, el G-7, el G-8, el G-9 y el G-20 empiezan a acumularse ya como capas freáticas de un recalentado asfalto en el que nos sentimos crecientemente atrapados, y la pregunta que va abriéndose paso es cuánto tiempo podrá aguantar nuestro modelo de sociedad si no se encuentran soluciones que permitan regresar al crecimiento y la creación de empleo y si no se habilitan mecanismos eficaces para gobernar los problemas que la globalización ha traído o acentuado. La paciencia humana no es ilimitada, la capacidad de encajar el sufrimiento o la injusticia tampoco.

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