Todo se arregla caminando, dice César Antonio Molina en su novela. El andar de una persona nos muestra su forma de meditar, hablar o escribir. Grandes autores como Sócrates, Ovidio o Rousseau fueron caminantes y así su escritura sigue el ritmo de este ejercicio mental. Porque como dice el autor de este libro, caminar es una forma de pensar.

“Me voy a dar una vuelta”, decimos a veces queriendo decir “necesito pensar”. “Salgo a la calle” es una excusa para perderse y analizarse. Yo (es el ejemplo más cercano que tengo, para qué buscar a otro) uso felizmente a mi perra para pensar mientras paseo. No sé quién pasea a quién. Y mientras huele árboles, husmea esquinas para mear o caga alegremente al borde de la acera, yo huelo ideas, husmeo novelas o cago problemas alegremente también al borde de la memoria. Mis paseos son sin música, necesito escuchar el tráfico, la cuenta atrás de los semáforos, el ruido de las calles o, en otro escenario más familiar, el agua de la orilla de mi playa, las palmeras aplaudiendo con el aire o las bicicletas silbando a mi lado. Me pierdo paseando. Y tiene razón Molina, caminar es una forma de pensar. El libro ensayo que ha escrito habla de grandes autores, aunque es como si hablara de nosotros, de los refugios que buscamos para evadirnos, de las pausas que hacemos al vagabundear o al airearnos de nuestras casas.

En los ratos libres que me deja mi actual trabajo hago lo mismo: pasear(me). Tengo la suerte de que puedo hacerlo una semana en la Quinta Avenida, en la londinense Baker Street o en las callejuelas de Tánger. Y hago lo que más me gusta. Mirar. Imitando burdamente a Paul Bowles, al que he recuperado con gusto, me siento a ver la vida pasar, inventado las vidas de la gente que no conozco o buscando recuerdos de la mía. Esos veinte minutos en calles ajenas son el regalo a una larga jornada de rodaje, la descompresión a los malentendidos, el bálsamo para las ideas y el sedante de los problemas. Es lo que tiene viajar. No sólo sellas la distancia con tu casa, también con la realidad más pesada. Ves las cosas como son, no cómo dicen. Aceptas el aburrimiento como algo agradable. Parafraseando a Cesare Pavese, viajar es una brutalidad, “te obliga a confiar en desconocidos y a perder de vista lo familiar. Nada es tuyo excepto lo más esencial: el aire”. 

Y algo más prosaico, cambias de trending topics en tu Twitter. Ves la miseria de argumentos retuiteados, el apuro de algunos ante los nuevos dogmas, la penuria de los ídolos que se dan la vuelta como calcetines y la miopía de un país acrítico, incapaz de reflexionar y de digerir la información que nos dan.

Y en este momento en el que he parado de escribir y de pasear me acuerdo de Mark Twain: “viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de la mente”.