Mi primer héroe en la vida fue mi abuelo. Con más de medio siglo trabajado hasta la extenuación, con su ilusión castrista derrumbada como lo siguen haciendo tanto tiempo después los edificios en La Habana, entregó a la Revolución lo que aún no le había quitado, que ya no era mucho, y abandonó Cuba para siempre.

Ni por un minuto dejó de sentirse cubano. Pero, alejado del Caribe, desde aquel viaje definitivo y atormentado de mediados de los 60 supo que ya nunca encontraría su sitio en el mundo.

Porque su lugar en la vida eran los frijoles; la malanga; el congrí. Su guayabera, la familia extensísima y toda junta, todo el tiempo. Y esto, y también la alegría cubana, lo habían secuestrado unos barbudos que aniquilaron la dictadura de Batista, pero que trajeron, después de traicionar los principios de muchos de quienes los apoyaban, otra peor.

Una que siempre defendió Silvio Rodríguez, que ha sido durante décadas la voz amable y deliciosa de un sistema enfermo y corrupto.

Sorprende la falsedad en un creador de músicas tan delicioso. Asombra el posicionamiento con los dictadores de mismo apellido en un portentoso creador de letras, muchas de ellas sublimes.

¿Será debido a la ingenuidad torpe de un hombre íntegro? Porque cuesta creer que su prolongado –de décadas- abrazo a los Castro surja de la maldad o de un propósito ruin. Pero también cuesta creer que no lo vea.

Que no vea la miseria; que no contemple la incautación de millones de vidas; que no haya visto cómo se pudría el régimen mientras arruinaba todo lo demás; que no haya comprendido que aquella revolución del 59, con o sin embargo norteamericano, solo trajo penurias y llanto.

Si escribió “Tu fantasma”; si dibujó un “Unicornio”, que era azul; si de donde nada había garabateó las notas y la letra de “Ya no te espero”, ¿convendrá suponer que su razón se ha visto lesionada por una sensibilidad tan prodigiosa que incluso le ha impedido distinguir la realidad? ¿Será ésta una interpretación demasiado benévola, e ilusa, de sus consideraciones políticas?

Quizá el compositor cubano, que traslada ahora sus dulces “Amoríos” a España –este miércoles en Madrid-, viva en la Hiperrealidad, esa falsedad auténtica a la que se refirió Umberto Eco. Tal vez ha querido con tanto brío que la Revolución fuera lo que soñó que su conciencia se muestra incapaz de separar la vida real en la isla y la fantasía utópica con la que, si uno se esfuerza lo suficiente, se la puede contemplar.

Ojalá que Silvio, que cuenta con el arma más precisa, su descomunal talento, sepa algún día que, al revés de lo que canta en su Pequeña Serenata Diurna, él puede que sea un gigante, pero no vive en un país libre, ni mucho menos. Aunque pensándolo bien, igual es mejor que se mantenga, ya cerca de los 70 años, inocente y feliz como los niños que retozan en el Malecón con la trusa puesta.

Resulta paradójico que a pesar de mi animadversión hacia los intelectuales que defienden la revolución fallida, como más he conectado con la figura de mi abuelo una vez desaparecido haya sido -siga siendo- escuchando el “Monólogo” de Silvio. Me parece verle a él, en el viejo Guantánamo, enroscado en esa humildad terrible del personaje de la canción, llevándose “su boca” en dirección a la vieja casa de la bombilla verde. Si por allí pasaran, recuerden.