Jacquelynne Willcox-Bailey explica en su libro Dream Lovers: Women Who Marry Men Behind Bars el caso de las hermanas australianas Avril y Rose. Avril y Rose, cristianas ambas, abandonaron sus “aburridos” matrimonios para casarse con dos convictos. El primero de ellos había sido condenado por delitos menores contra la propiedad. El segundo había asesinado a su esposa.

Una semana después de su salida de prisión, el nuevo marido de Avril la asesinó a martillazos. El de Rose le intentó cortar una oreja. Luego estuvo a punto de arrancarle los dientes con unas tenazas.

Según algunos psicólogos, la atracción que algunas mujeres sienten por los hombres violentos, y muy especialmente por aquellos que han ejercido esa violencia contra otras mujeres, es una parafilia que le permite a esas mujeres mantener una relación con machos dominantes en un entorno relativamente seguro: el de la cárcel. Según otros psicólogos, su trastorno es una cobardía delegada. Esas mujeres se enamoran de quien se ha atrevido a hacer aquello con lo que ellas fantasean en secreto: asesinar a otras mujeres que podrían llegar a convertirse en rivales sexuales.

El islam, que no es aún una religión moderna asimilable al cristianismo o el judaísmo sino un sistema ideológico medieval con vocación de totalidad, recibió ayer cientos de cartas de amor escritas por eso que los anglosajones llaman bleeding hearts. Suele tratarse de los mismos “corazones sangrantes” que se ofenden por rituales perfectamente inofensivos como el de la Semana Santa pero olvidan que el terrorismo que atenta en Bruselas o París es sólo el efecto colateral de la guerra civil que musulmanes chiítas y musulmanes sunitas llevan librando desde el siglo VII.

Como en el caso de las hermanas Avril y Rose, el terrorismo islámico le permite a algunos ciudadanos europeos librar la batalla contra Occidente que ellos, momificado el comunismo y convertida la izquierda en poco más que la fase adolescente de la ciencia política adulta, no se atreven a librar por sí mismos. En un entorno, por otro lado, perfectamente seguro: los restaurantes, las salas de concierto, los vagones de metro y los aeropuertos en los que no se suelen encontrar ellos, salvo rematada mala suerte. Un riesgo que están dispuestos a correr por amor.