Hace 52 años, 10 meses y seis días mi madre pisó el aeropuerto José Martí de La Habana por primera vez. Allí, envuelta en toda la amargura que es posible tener y muchos de los miedos, embarcó en un vuelo que la llevaría, junto a mi padre y a mi hermano mayor, a España. Dejaba en Guantánamo a sus padres y a su hermana: no sabía si alguna vez volvería a verlos. Tampoco sabía si volvería a divisar la tierra que dejaba, su tierra. Nunca regresó.

Como tantos otros, prefirió el exilio, con su dureza extrema, con su nostalgia perenne, con su rabia profusa y enervante, a asfixiarse en su propio país, víctima de las enormes demencias de quienes dirigieron la Revolución de los Barbudos. Ahora que un presidente de Estados Unidos se halla en Cuba, 88 años después del último, me pregunto qué pensaría ella –qué pensarían tantos, todos los que soñaban, casi cada día, con volver y murieron antes de lograrlo–, al respecto.

Pero más allá de lo que pudieran sentir, me parece necesario sentenciar que los dictadores que han tenido apresado a su pueblo durante décadas, como ha sido, y sigue siendo, el caso de los Castro, no deberían tener el privilegio de estrechar la mano de quien representa al mundo libre. Claro que, simultáneamente, me invade la necesidad de apoyar cualquier medida pragmática que sirva para mejorar la vida de los cubanos, incluido ese hipócrita y esperanzador saludo entre Raúl y Obama.

Al mismo tiempo, considero que las personas que tuvieron que abandonar su país por razones políticas merecerían el urgente resarcimiento de su condena, la de vivir alejados de sus patrias, de sus familias, de todo aquello de lo que formaron parte, de sus raíces. La condena, máxima e incontestable, de vivir vidas que no deseaban. A los cubanos que se exiliaban y emprendían el arduo camino hacia una sociedad alejada de tiranos y déspotas, los que se quedaban les gritaban “¡gusanos!” en un agrio intento de humillarlos, poco antes de irse a bailar un guaguancó. Los que se fueron nunca obtuvieron reparación alguna. Ni por esa ofensa ni por todo lo que les quitaron: sus bienes materiales, su derecho a vivir en su territorio y su anhelo por hacer transitar sus vidas junto a la de sus familias.

Casi seis décadas después de una revolución que pretendió corregir los errores de Batista, y que solo logró cambiarlos por otros aún peores, el país continúa sumergido en el fango. Quizá, más que nunca. El amigo americano –amigo desde hace meses, solo-, puede ayudar de una manera decisiva, desde luego, a transformar el desasosiego económico ya casi crónico de los cubanos, al tiempo que las empresas norteamericanas se posicionan para recuperar al menos algunos de los trazos que convirtieron la isla en La Perla del Caribe, enriqueciéndose, sin duda, en el proceso.

La revolución cubana agoniza, y lo hace tendiendo una mano a Washington y la otra a Miami. Es más que una verdadera lástima -es toda una tragedia- que el régimen haya tardado más de medio siglo en comprender que el pueblo cubano merece mucho más de lo que los locos Barbudos le han ofrecido, y que la solución a sus múltiples miserias estaba, solamente, a 90 millas.

No sé qué pensaría mi madre, ni tantos exiliados que ya nunca regresarán a su isla, pero seguramente aplaudirían una visita que posiblemente significará el primer gran paso de un nuevo comienzo para Cuba y, al mismo tiempo, un paso firme e irreversible hacia el vacío para la fracasada revolución del 59.