Así pues, todo era mentira. Llegó, al fin, la investidura y todo era, en verdad, mentira. Los mimbres existentes, el optimismo, la confianza en que predominará el sentido común, la fe en que la necesidad del Gobierno de cambio se sobrepondría a los inconvenientes que había generado el puzzle del 20-D… Pero no: o era mentira o, simplemente, constituye la mayor ingenuidad jamás soñada en el camino hacia una investidura en nuestra todavía corta trayectoria democrática.

Hoy, hasta los halagos a los dos políticos que han intentado agrupar fuerzas para liderar un Gobierno -al menos uno-, Sánchez y Rivera, suenan infantiles e inútiles. ¿Cómo se pudo creer en ellos? Quizá porque muchos sospechaban que habría algo más: un doble fondo, un as en alguna manga, una sorpresa genial de última hora. Porque Ciudadanos y PSOE no sumaban, y eso lo sabía todo el mundo, más allá de que sí sumaran en los términos poéticos con los que Sánchez intentó seducir a los demás.

Y parecía un absurdo tan inmenso que sólo existieran esos apoyos –siete diputados más que los de Rajoy, sin circo de por medio- que, decididamente, en algún lugar debía estar el comodín, ese golpe de efecto que lo cambiaría todo y convertiría esa supuesta –y hermosa- refundación del centro político en algún lugar real; o, al menos, posible. Pero no es así: la investidura del candidato socialista es solo una auténtica quimera, una ilusión sin posibilidades. Una larguísima broma pesada que ha hecho que la ciudadanía y el país pierdan el tiempo y se exasperen y que, también, mengüe –un poco más- su confianza en la política: en la nueva y en la vieja. Es como si volvieran a decirnos que los Reyes Magos no existen; o que, más que del lejano Oriente, vienen del pueblo de al lado, y sin regalos.

Pedro Sánchez no es un rey mago, aunque en algún momento pudo parecerlo en este último período. Se atribuía lo que necesitaba -“Déjenme soñar”-: precisamente magia, para conseguir que le respaldaran a su derecha y a su izquierda de forma simultánea. Un imposible, vamos. Pero ahora comprobamos que, realmente, aquello que parecía a simple vista inverosímil en verdad lo es y que su capacidad de encantamiento, cuando baja a la arena política real, es del todo limitada.

Sí es cierto que, al menos, ha conseguido con todo este efímero proceso acallar a los barones que pedían su cabeza y contentar a la militancia, a la que ha dejado votar ese gran acuerdo inservible.

Por su parte, Albert Rivera probablemente ha cometido el gran error de su hasta ahora brillante carrera al firmar un acuerdo que cae en toda insignificancia. Ahora, ¿cómo va a apelar a los desencantados del PP que le votaron el 20-D?

Al final, todo se explica en eso que intuíamos, pero que no sabíamos con certeza: Albert y Pedro ya estaban en campaña; no la de la investidura, sino la del 26 de junio.