Desde que entré en política, mi pobre familia se pasa la vida desayunándose con titulares más o menos agradables acerca de mi nueva vida. Sé demasiado bien cómo funciona esto, y lo último que se me ocurriría es quejarme de las críticas que sobre mí se vierten: estas son las reglas del juego, y a mí nadie me mandó entrar en el campo para disputar el match. Sin embargo, no pude evitar una sacudida de perplejidad cuando mi padre me señaló el recorte de una revista en el cual se me reprochaba haber tomado un café en el bar del Congreso con el productor Agustín Almodóvar en lugar de “meterle en un despacho”.

Es cierto que tuve con Almodóvar una reunión -que me resultó de gran ayuda para entender algunas cosas del momento que vive el cine español- pero si nos vimos en la cafetería fue, simplemente, porque en ese momento yo no tenía despacho asignado. Descartada la posibilidad de organizar nuestra cita en el hueco de la escalera, el escobero del edificio o un rincón del garaje -lugares discretos pero poco adecuados- no me pareció un drama tomar algo en el bar del Congreso y hablar allí.

Me preocupa que se dé por hecho que tengo que hacer de cada uno de mis encuentros un secreto de Estado o el fotograma de una película de espías. A lo mejor debía haber pedido a Agustín que se pusiese un bigote postizo, o haberme endosado yo una peluca pelirroja y unas gafas oscuras para despistar al personal. Pero como me daba igual que me viesen, como no manejo oscuras intenciones, como no tengo más voluntad que la de hacer bien mi trabajo, tampoco se me ocurrió: quería solventar algunas dudas del sector que me ocupa a un profesional reconocido, y creí natural hacerlo a plena luz del día.

Lo último que pensé es que podrían acusarme de “exhibir” a mi invitado. Que algunos hagan un espectáculo de la política no quiere decir que otros nos subamos al carro. Hay quien piensa que la labor del diputado debe estar marcada por el misterio, y de aquellos polvos vienen otros lodos: los que preparan enjuagues sospechosos no se citan en la cafetería ante periodistas y parlamentarios.

Ahora que ya tengo un despacho, por comodidad mantendré allí los encuentros profesionales a los que me obliga mi condición de diputada. Pero no voy a privarme de la cortesía de convidar a mis invitados a tomar una caña al acabar el trabajo, y muchas veces será el bar del Congreso el escenario de esos refrigerios. La transparencia, amigos, también es eso.