Marco Rubio tenía 26 años y estaba nervioso aquella noche de abril de 1998 en que tomó posesión como concejal de West Miami, una ciudad de 6.000 habitantes al oeste de Miami. Al jurar la Constitución con la fórmula establecida e inamovible, tuvo que repetir un par de palabras después de trabarse. Pero un rato después dio su primer gran discurso.

Se puso serio y dijo: “A veces es fácil creer que lo que hacemos en una ciudad pequeña no es importante. Pero la realidad es que un Gobierno de esta dimensión es más importante que cualquier Gobierno… Las decisiones que tomaremos afectarán a la gente real de manera real y me tomo esta responsabilidad muy, muy en serio”. 

Su discurso, pronunciado sin papeles, terminaba rotundo: “Como vuestro concejal, siempre me esforzaré para hacer lo que es correcto aunque no sea popular, para decir la verdad aunque no la queráis oír, para comportarme de tal manera que os sintáis orgullosos de llamarme vuestro concejal”.

El cargo consistía en dos reuniones al mes para debatir impuestos de basuras, permisos de construcción y plantación de árboles. El debate más intenso que le tocó a Rubio fue sobre a qué hora debían cerrar los negocios de lavado de coches y si debían admitir barcos. 

Era un trabajo pequeño en una ciudad pequeña, era muy poco político, pero Rubio ya tenía a sus espaldas una intensa campaña de puerta en puerta y tenía interiorizada su responsabilidad pública. 

El entrenamiento para el hijo de un barman y una limpiadora acababa de empezar. En Estados Unidos la carrera para ser el mejor está llena de obstáculos. En 1999, perdió la primera vuelta de las primarias republicanas para la Cámara de Representantes de Florida. Ganó la segunda y después las elecciones generales para el escaño. Tuvo que presentarse a otras tres elecciones para renovar el cargo cada dos años. Para poder optar al Senado pasó por unas durísimas primarias en su partido contra el poderoso gobernador de Florida. 

Hasta competir como hace ahora por la candidatura a la Casa Blanca ha saltado muchas vallas y una decena de elecciones intensas. Cada una con sus discursos, con sus debates con los candidatos, con entrevistas incómodas, con la rendición de cuentas continua a los ciudadanos.

La carrera es lo que hace mejores a los candidatos y a los países y es lo que falta en España, donde la política está entregada al aparato de unos pocos que ceden a la tentación de perpetuarse o de manejar a los aspirantes en función de su fidelidad y no de su valía. Y no pasa sólo en política.

Este jueves Rubio defendió sus posturas en un debate a siete, el sexto entre los republicanos esta campaña. Le quedan al menos otros cuatro encuentros de este tipo. Si consigue ser el candidato de su partido, deberá afrontar otros tres debates, probablemente contra Hillary Clinton.

Rubio tiene un don natural para improvisar discursos y convencer a su interlocutor o a la audiencia. Pero lo que es y lo que puede ser se lo debe a que está en un país que pone a prueba en serio a sus políticos. Se lo debe a aquel 27 de mayo de 1956 en que Oriales y Mario Rubio, sus padres, cogieron un avión de La Habana a Miami para empezar una nueva vida.


(Si te interesa el tema, el jueves 21 Pablo Simón y Jordi Pérez Colomé presentan 'Marco Rubio y la hora de los hispanos’, el libro que he escrito con Eduardo Suárez, en la librería Tipos Infames, calle San Joaquín, 3, Madrid)