Hace pocas semanas conocimos la muerte del fundador de The North Face, Douglas Tompkins. Este filántropo y ecologista norteamericano pereció al volcar el kayak en el que navegaba por un lago helado a 1.500 kilómetros al sur de Santiago de Chile… a los 72 años.

No sabemos cuándo llegará la luz de nuestro último día, como escribe el cantautor cubano Silvio Rodríguez en Causas y azares; ojalá que lo haga tarde y, sobre todo, ojalá que lo haga después de haber escalado algunos picos, navegado sobre aguas turbulentas, cruzado océanos en velero o habernos lanzado por la puerta abierta de una avión, a 4.000 metros de altura, experimentando la arrebatadora sensación de una caída libre y, también, liberadora. Ojalá, en suma, que surja, esa luz, después de haber vivido.

Eso es lo que le exigen a la vida, con más claridad que nadie, los músicos. Y persiguen ese plan, el de exprimir cada día, toda su existencia. Necesitados de acciones extremas sobre las que arrancarle unas estrofas felices al mundo, los compositores construyen a su alrededor una frágil pero intensa y apasionante estructura formada por experiencias apoteósicas sobre las que reflexionan o se lamentan; aman o se desesperan.

La miran de un modo y desde su opuesto. Al derecho y boca abajo, al revés y de espaldas. Por eso lo saben todo, o casi todo. Con esporádica ayuda de alucinógenos u otras sustancias, a veces incluso sin ellas pero con la batalla vital en efervescencia, surgen –ese era el plan- versos e ideas, notas y sonidos, que descifran a toda una generación y alarman a la anterior; que desentrañan, también, tus propios sueños.

Igual que hace 25 años una mala tarde de noviembre supimos que Freddie Mercury abandonaba, vencido por el Sida, este enero perverso hiere porque el más camaleónico de los creadores ha perdido su duelo con el cáncer. Al final, siempre gana: es solo cuestión de tiempo.

Pero el tiempo resulta trascendental. Unos días más, unos meses más; algún año más. Cada segundo, ordeñado como solo saben hacerlo los músicos, sabe a eternidad.
Al menos Bowie, igual que Mercury, exprimió sus 69 años y sus dos días. E igual que el estadounidense Warren Zevon, quiso despedirse del mundo de los vivos con un regalo, el más conmovedor de los posibles: su música. La ha dejado tallada en Blackstar: eso sí que es generosidad. Y, sin embargo, dicen de ellos que se drogan de todos los modos posibles; que beben hasta que les deserta el sentido; que llevan vidas perturbadas; que no son de fiar. Pero cuánto hay que aprender de los músicos. Cuánto de Major Tom.