Cuando mi padre era niño, mis abuelos hacían en casa una gran fiesta de fin de año. Ahora me parece increíble que en aquella vivienda modesta y pequeñísima – setenta metros cuadrados donde vivía un matrimonio con sus cinco hijos – pudiese tener lugar una celebración en la que se reunían más de cincuenta personas.

Todo el mundo era bienvenido. La puerta de la calle estaba abierta y la gente entraba con bandejas de polvorones y botellas de sidra, tiras de serpentina colgando del cuello y gorros de cartón y purpurina para evidenciar la fiesta. Eran tiempos tristes, tiempos de escasez y de penuria, pero la noche del 31 un montón de amigos se daban cita para brindar por el año nuevo con vino barato y una fe inveterada en el futuro.

Tal vez mis abuelos y sus amigos no tenían gran cosa más allá de los polvorones hechos con sucedáneo de almendra y botellas de El Gaitero, pero mi padre recuerda aquellas fiestas como epítome del afecto, la alegría y el amor por la vida. En una de aquellas noches, a mediados de los años sesenta, uno de los asistentes al sarao llamó la atención por su simpatía y su capacidad para el disfrute. Cantaba muy bien, era un excelente conversador, contaba chistes. Nadie sabía con quién había venido, y todos dieron por hecho que era el acompañante de otro de los invitados.

Ya de madrugada, cuando la fiesta declinó y empezaron a recoger los vasos de cartón vacíos y los ceniceros repletos, alguien cayó en la cuenta de que el tipo de marras era un polizón que se había colado en aquel delicioso camarote de los hermanos Marx en el que se convertía durante unas horas la sencilla casa de los Rivera Cela. Mi abuela se indignó por lo que consideraba un abuso, pero mi abuelo lo vio de otra manera: aquel hombre era, le dijo, alguien que estaba solo el día de fin de año, así que consideraba un privilegio el haber aliviado por unas horas su soledad, y quizá su tristeza.

Mi abuelo, que murió hace cuatro años, amaba la Navidad como amaba a su familia, a sus amigos, la buena mesa, la fiesta, el vino, los boleros, los tangos, el baile, el tabaco rubio, y las infinitas posibilidades de disfrutar del acto de estar vivo. Esta noche, cuando suene la última campanada y se inicie un año lleno de interrogantes, recordaré a aquel hombre bueno que cada 31 de diciembre convertía en un palacio el diminuto piso de la familia para recibir a cualquiera que pudiese encontrar allí un motivo para seguir confiando en el año nuevo.