Franz Kafka. Bienaventurado Kafka. El alma de todas las fiestas. Ni en la peor de sus pesadillas –las cuales, después de leer lo que escribía el susodicho, imagino que no serían en tecnicolor, sino sobradamente truculentas– pudo concebir a su Gregorio Samsa con las pintas de Forrest Gump que arrastra nuestro Mariano Rajoy. Sin embargo, cada día que pasa, estoy más convencido de que, justo antes de pirarse para el otro barrio, al escritor checo de origen judío se le apareció Gregorio, su metamorfoseado personaje, y lo hizo con las trazas de un Mariano travestido de insecto a causa de los rigores de la vida presidencial.

El problema es que para rematar a este escarabajo pelotero no hay suficientes chorros de Cucal que valgan. Porque se trata de un Rajoy hípster. Alguien indestructible. Y no ha dejado de serlo desde que nos contó aquel bochornoso cuento de los hilillos de plastilina que emergían dulcemente de algunos barquitos veleros.

Malvive un hípster realquilado tras sus canosas barbas gubernamentales.

Basta, para confirmarlo, con fijarse en la foto que se hizo el otro día, en Estepona, junto a otro hípster de pega. Por primera vez en varias legislaturas, Mariano sonríe sin afectación. Cualquier observador de la ONU diría que, ahí, en ese instante, es feliz. Que disfruta, con la manita apoyada en el hombro de su amiguete y esa media sonrisa de selfie bovino, de la eufórica camaradería que une a los jóvenes hípsters impostores.

Su mujer, Viri, está alucinada con el cambio.

A este Mariano reseteado lo único que le importa, según cuentan sus allegados, es jugar al futbolín con sus colegas, cual experto quinqui setentero. Y engullir mejillones al vapor, soltando torpedos a boca llena, mientras farfulla las consignas, sin tino ni sentido, que escriben para él, los copleros del partido. Y trasegar copazos de albariño fresco como si no hubiera un mañana. Se la suda todo. Ya no quiere gobernar. Ni telefonear a la Merkel. Ni acudir a debates electorales.
Rajoy es un rebelde –no con causa, sino con pitopausia– que se parte la camisa para mostrar al descubierto su pecholobo de adolescentenario boyante. Como el guardiajurado entre el centeno que es. Su adicción a las pantallas de plasma y un reciente tatuaje en el bíceps (el engaviotado charrán pepero), lo dicen todo por él.

Nos llevará todo esto a un estado de hipsteria colectiva del que no saldremos hasta afilar nuestros mostachos y perillas, en pos de una legítima revolución.