Quizá nadie haya descrito con mayor ingenio que Julio Camba el carácter de los guardias civiles. Con su fino humor, aseguraba que su autoridad derivaba de jugar al tute con el cabo del pueblo y de haber sido conducido por agentes de la Guardia Civil desde un extremo de la Península hasta el extremo opuesto.

Afirmaba Julio Camba, hace ochenta años, algo que para muchos (para la mayoría de los españoles, según el CIS) sigue siendo cierto hoy: que no había, en España, organización que le fuera comparable. Quizá por eso, el régimen republicano había seguido con ella un itinerario que Camba describía así: “Primero intentó sustituirla. Luego, al ver que no podía sustituirla, quiso modificar su reglamento. Después se conformaba con modificarle el uniforme. Y por último, ¿saben qué hizo?. Aumentar su consignación para que hubiera más guardias civiles que nunca y para que estos guardias civiles estuviesen mejor retribuidos que jamás”.

Del concepto en que la República acabó teniendo a los guardias, habla a las claras el que fuera su presidente, Manuel Azaña y Díaz. Un concepto nada equívoco. Merece la pena reseñarlo también en sus términos: “La Guardia Civil es un instituto militar que está fundado en dos bases primordiales, que son la obediencia al mando, es decir, al poder público, es decir, al Gobierno, y la responsabilidad. La Guardia Civil no ha desmerecido, jamás, ni un minuto, de su tradición a este respecto”.

En estos días, no pocos guardias civiles salen a la calle a reclamar unos derechos y una consideración a los que se sienten acreedores por el servicio que prestan y que entienden que se les niegan. En lo que toca a aquellos derechos a los que en su día formularon renuncia voluntaria al asumir la condición de militares, muchos creemos con Azaña que ese carácter es un rasgo del cuerpo sin el que éste resultaría desnaturalizado, y probablemente comprometido en su eficacia. O explicado al revés: no hay indicios de que desmilitarizarlos los haría más eficientes.

Ahora bien, lo que no es de recibo es que esa renuncia de derechos, que tiene un perímetro bien concreto, se amplíe como coartada del poder público para dar a los guardias condiciones peores de las que como ciudadanos y cualificados y respetados agentes de la autoridad merecen. Un guardia no es un recluta, ni siquiera un soldado de infantería: es, cada vez más, un policía dispuesto y requerido a enfrentar el crimen de una sociedad compleja, y como tal debe ser reconocido, tanto en su sueldo como en el trato que recibe. La República lo entendió, y mucho antes que ella, el general que mandó el Cuerpo tras la revolución de 1854, Facundo Infante, masón y liberal progresista que, lejos de atender la petición de sus correligionarios de disolver la Guardia Civil, defendió a sus miembros en estos términos: “Los guardias, si no han excedido, han igualado a los más valientes, a los más andadores, a los más celosos por defender la causa de la libertad”. Era y sigue siendo verdad. No les demos el mal premio de tratarlos, por ello, como ciudadanos de segunda.