Los aficionados a la Historia se dividen en dos: quienes ya están enganchados al folletón de José Ángel Mañas que todos los días difunde EL ESPAÑOL y quienes pronto estarán enganchados al folletón de José Ángel Mañas que todos los días difunde EL ESPAÑOL. Como a este segundo grupo conviene ponerle al día, a modo de resumen de lo publicado, fijémonos en los acontecimientos de esta última semana en aquellas Vísperas del 36.

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

Y es que el escándalo del estraperlo tuvo un fulminante desenlace parlamentario hace exactamente 80 años. El drama se desencadenó en tres actos. Primero la comisión creada ad hoc dictaminó que había materia para depurar responsabilidades políticas; después el pleno del Congreso votó por el sistema de bolas blancas y negras a qué altos cargos cabía exigírselas y por último, todo en cuestión de cinco días, Alejandro Lerroux, líder del Partido Radical que hasta un mes antes había presidido el Gobierno, presentó la dimisión como ministro de Estado.

Era la consecuencia de la trama de corrupción montada por el aventurero David Strauss y su socio Perle para introducir en España una ruleta de plato estático en la que se inyectaba una bola que, tras circular por un conducto similar a la pista de un scalextric, caía en un número u otro, no en función del azar sino de la velocidad modulada por un pedal oculto a disposición del croupier.

Strauss había llegado el año anterior a Barcelona como promotor del combate entre Max Schmeling y Paulino Uzcudun que había abarrotado el estadio de Montjuic. Aunque el alemán era más técnico, el mutil de Régil le soltó algunos buenos sopapos que hicieron vibrar al respetable. El resultado fue match nulo pero en el ínterin se había constituido la sociedad explotadora de la ruleta trucada en la que se integraron el propio boxeador vasco y una serie de personalidades cercanas al partido gobernante, encabezadas por su delegado en Cataluña, el ridículo Pich i Pon, y por el sobrino e hijo adoptivo del líder máximo Aurelio Lerroux.

Mediante una trama de sobornos y regalos de lujo, canalizados a través de esa camarilla denominada "la aduana" -todo se parecía mucho a lo de "el club" de Convergencia o los "amiguitos del alma" de la Gürtel-, los timadores lograron que su juego se autorizara primero en el casino de San Sebastián y luego en el Hotel Formentor de Mallorca. Aunque en un caso la experiencia sólo duro unas horas y en el otro breves días, durante los que autobuses gratuitos recolectaban a los incautos jugadores por toda la isla, la estela del escándalo ya había quedado trazada.

Strauss reclamó a Lerroux casi medio millón de pesetas como resarcimiento por las mordidas baldías repartidas en su entorno y cuando recibió la callada por respuesta envió el dossier en forma de denuncia al presidente de la República Alcalá Zamora. Don Niceto lo utilizó de inicio como palanca discreta para apartar a Lerroux de la cabecera del Consejo de Ministros en favor de su protegido Chapaprieta, un tecnócrata retaco y cabezón, obsesionado con atajar el déficit mediante la tijera de los recortes.

Todo habría quedado ahí si no hubiera sido por la vanidad humana. Durante un banquete de desagravio, ofrecido en el Ritz, Lerroux osó deslindar el respeto institucional que merecía el Jefe del Estado de la personalidad discutible de quien ocupara el cargo. Alcalá Zamora se sintió herido en su oceánico amor propio y, moviéndose entre la ofuscación y el cálculo, remitió la denuncia al Gobierno, lo que equivalía a provocar su discusión parlamentaria.

Era tan evidente el peso del esperpéntico orgullo de don Niceto, fueron tan graves las consecuencias políticas del hundimiento del Partido Radical para la República -nada menos que la polarización entre el Frente Popular que ganó las elecciones de febrero y la derecha golpista que empezó a preparar el 18 de julio- y resultaron a la postre tan endebles las pruebas que nutrieron un sumario judicial sin condenados, que no faltan historiadores que consideran el caso del estraperlo como un fuego fatuo, aventado en su provecho por Indalecio Prieto y Azaña.

La forma en que las Cortes dilucidaron el asunto debería ser contemplada como un ejemplo de la separación de poderes y el control democrático

Pero si hacemos abstracción de la fatídica espiral fratricida, ya desatada, en la que quedó inmerso, la forma en que las Cortes dilucidaron el asunto -tan opuesta a las serviles pantomimas que han permitido hoy en día salir indemnes de trances mucho más peliagudos a Rajoy o Mas- debería ser contemplada como un ejemplo de la separación de poderes y el control democrático del ejecutivo por el legislativo.

Las Cortes no dictaminaron que se hubieran producido delitos sino tan sólo llegaron a la "convicción moral" de que los implicados habían incurrido "en conductas y modos de actuar en el desempeño de funciones públicas que no se acomodan a unas normas de austeridad y ética en la gestión". Un baremo de decoro republicano que debería regir siempre la vida pública. Fue suficiente para la destitución de los reprobados, incluidos el sobrino de Lerroux como delegado del Gobierno en la Telefónica y el subsecretario del Interior.

En el extremo opuesto de lo ocurrido el 1 de agosto de 2013 cuando, movido por el resorte pauloviano del "me equivoqué", el grupo popular ovacionó a Rajoy como un solo hombre, Lerroux se sintió abandonado por los suyos durante el subsiguiente debate. El único que le defendió, abonándose a la teoría del complot, fue José Antonio Primo de Rivera. "Me encontré más solo que si hubiese aterrizado por avería en la inmensidad del desierto", escribió el líder radical en sus memorias. "En dos horas viví cien años".

Con su dimisión infamante concluía el medio siglo de vida pública, incluidos 35 años de actividad parlamentaria, del mercurial personaje que llegó a dar nombre a todo un movimiento social -el lerrouxismo- y alcanzó la cima de la popularidad como "Emperador del Paralelo". Lerroux sólo había recibido un reloj como regalo de Strauss -más o menos el precio de un viaje a Canarias o el de unos cuantos trajes bien cortados- pero había sido imprudente al aceptarlo. Menos imprudente, eso sí, que quien dejó su DNI en un banco en Liechtenstein o quien envío un SMS desde la Moncloa respaldando al tesorero al que ya se le había descubierto la fortuna en Suiza. En todo caso Lerroux era políticamente responsable de la conducta venal de su entorno y pagó por ello.

En todo caso Lerroux era políticamente responsable de la conducta venal de su entorno y pagó por ello

Si hoy en día se aplicara ese rasero ético, Rajoy y Mas habrían sido expulsados hace tiempo, con mucha mayor razón, del casino de la política pues, al margen de los sólidos indicios de que el uno cobró sobresueldos prohibidos y el otro se benefició del dinero negro familiar del que era cotitular, ambos son como mínimo responsables políticos del manejo del pedal oculto de la financiación ilegal en sus respectivos partidos. Una trampa que durante años y años ha adulterado a su favor el funcionamiento de la ruleta electoral, estafando a sus contrincantes y escarneciendo a la ilusa concurrencia ante las urnas.

Rajoy ha pasado de negar taxativamente que hubiera una caja B en el PP, comprometiendo su palabra en ello, a reconocerlo de manera tácita, alegando que nunca sospechó que existiera porque él "no estaba en esos temas". Aún sonarían los abucheos si un orador de la República hubiera pretendido salirse así por la tangente. Por su parte Mas se aferra a la "honorabilidad" -atributo muy de Convergencia- de su tesorero y a la denuncia de la batida de "caza mayor" -"fishing expedition" según los Pujol- que estaría desarrollando el Estado contra el separatismo. Pero lo que hoy por hoy es irrefutable es que ambos llegaron al poder dopados por el dinero negro que contribuyó a pagar sus campañas y que lo que menos les interesa es que esa carta marcada, que debería ser descalificante, resalte en estos momentos sobre el tapete. De ahí que sus trampas financieras del pasado tengan su perfecto correlato en sus trampas políticas del presente.

¡Qué casualidad que la velocidad con que los trenes que pilotan uno y otro avanzan hacia el choque frontal esté acelerándose justo cuando la investidura de Mas y la reelección de Rajoy cuelgan inciertamente en el alero! Hay que reconocer que ha sido el catalán quien primero ha pisado el infame pedal; pero el gallego, tantas veces premioso y zigzagueante, se ha apresurado esta vez en hacer como que aceptaba el envite. A los dos les conviene llegar al 20 de diciembre -todo indica que aún no habrá gobierno catalán- con la adrenalina ciudadana disparada en torno a su confrontación de forma que nadie tenga cuerpo ni para los SMS ni para el 3%.

Lo que hoy por hoy es irrefutable es que Rajoy y Mas llegaron al poder dopados por el dinero negro que contribuyó a pagar sus campañas

Pendiente como está de una CUP atrabiliaria, la deriva de Mas es ya desaforada en todos los sentidos de la palabra. Si ha de morir políticamente prefiere hacerlo engrosando la nómina de los mártires de la patria catalana, no sólo rompiendo la legalidad constitucional sino haciéndose incluso trampas en el solitario de la democracia plebiscitaria.

Ayuno del apoyo social y del respaldo internacional necesarios para impulsar su quimera, Mas habría sido noqueado hace tiempo por cualquier contendiente más brioso. Pero Rajoy ha sido incapaz de otra cosa que no fuera trabarse en su impotencia, retrocediendo metro a metro en el ring. Ni siquiera ahora que al lanzarse en tromba ha desguarnecido sus flancos Rajoy se atreve a propinarle el directo a la mandíbula que le lanzaría a la lona del artículo 155 y prefiere que sea el árbitro del TC, arropado por otros boxeadores, quien se interponga para descalificarle por juego sucio.

En el fondo ambos anhelarían la tregua de un nuevo match nulo para regresar al tapete de su empate interminable a seguir explotando la ruleta trucada del clientelismo mediante el resorte escondido de la corrupción. Pero, tecnicismos al margen, la sabia opinión pública tiene ya muy calados a estos dos croupier de la artimaña con los que la banca siempre gana. De igual manera que, tomando el todo por la parte, bautizó como estraperlo cualquier negocio turbio alentado o protegido desde el poder y como estraperlistas a quienes lo practican.