Me puedo sentar contigo?". Le he dicho que sí y el hombre ha arrastrado una silla y se ha desplomado en la mesa donde yo estaba desayunando. "¿Puedo contarte algo? Necesito ayuda". El café se ha enfriado con sus palabras. Y yo también. La desesperación de ese padre cuando me ha dicho que su hija ha pasado a ser uno de esos invisibles que cada día se suicidan ha congelado la calle entera.

Diez personas al día se suicidan. Diez. No quiero hacer cuentas porque como se supone que esta noticia es invisible, debería ser yo también mudo y no contarla. Pero no puedo. Sigo.

Carlos me ha hablado del dolor, del silencio ante el drama y del consabido y coreado precepto que insiste en que los periodistas no debemos hablar del tema porque es contagioso. ¿Contagioso? ¿Efecto dominó? ¿De qué estamos hablando? Hay diez personas que se suicidan cada día en España y nadie habla del suicidio. Nadie da charlas en los colegios. Nadie atiende a los que tal vez necesitan ayuda. Nadie les escucha. Es un gravísimo dato sordo.

El dolor ante la ausencia del invisible y el peor dolor, el de la culpabilidad y del "cómo no me di cuenta", es gigantesco y oculto. Qué paradoja. Ese sufrimiento es mudo. Todos se callan. Y también callamos los periodistas porque nos han dicho que hablar del suicidio es peor. ¿Sí? ¿Tú lo crees?

La hija de Carlos les dejó una carta. No sé qué pone en ese folio porque cuando me lo estaba narrando había tanto ruido en su dolor como en su grito ahogado. Carlos no lloraba. Estaba agarrotado. Mi café esperaba frío, la tostada, la compra en la otra silla. Esa normalidad que asusta cuando deja de serlo. Carlos pedía ayuda. Y le entendía bien porque, desgraciadamente, no estoy ajeno a la tragedia. "No podemos estar callados, deben ayudar a los jóvenes, deben hablarles, deben poner en marcha medidas para prevenirlo", me decía en voz baja, como si no quisiera molestarme con su dolor.

La hija de Carlos no sé cómo se llama. Es invisible. El padre es un superviviente del dolor. Se pregunta cada día por qué. Qué pasó. Y la ausencia de la hija es tan grande que ocupa todo su día. En ese aire espeso de preguntas vive Carlos. Esperando que alguien haga algo.

Diez al día.

He dicho diez. Sí.

Carlos se ha levantado haciendo tan poco ruido que al mirar el café sólo he visto un pozo oscuro, negro, profundo. He vuelto a sentir el mismo miedo que cuando aquella vez. Y me pregunto si el silencio ayuda. "Haz algo, por favor", me ha dicho abrumado por sentarse a mi lado y contarme su drama. ¿Su drama? El nuestro. Es de todos.