La intención anunciada por ERC de eliminar del callejero de Barcelona toda referencia a la dinastía borbónica y la propuesta subsiguiente de la CUP de retirar la bandera española del Ayuntamiento y "replantear la estancia" en la Ciudad Condal de responsables del Estado y del Ejército forman parte de una misma estrategia: desterrar cualquier símbolo de unidad nacional y alentar un clima de crispación que favorezca su pulso al Estado.

Ambas iniciativas son coherentes con el empeño típicamente nacionalista que tan agrios frutos ha dado históricamente, según el cual el pasado debe ponerse al servicio de sus intereses y mitologías. También es consecuente con las primeras decisiones adoptadas por los autodenominados "gobiernos de unidad popular", que han encontrado en la revisión de los símbolos la forma de desenterrar la dialéctica de vencedores y vencidos. Cualquiera diría que la nueva política surgida del 24-M exige también un nuevo callejero y un nueva Historia para, junto a los independentistas, jugar la carta de la división y el revanchismo.

No es casual que la supresión del nomenclátor de toda referencia a la Monarquía se formule en el preámbulo de las elecciones catalanas y tan sólo un mes después de que Manuela Carmena, en Madrid, y Ada Colau, en Barcelona, prendieran polémicas similares; una con su plan para expulsar del callejero de la capital a referentes verdaderos o ficticios de la Dictadura, y otra con la retirada de un busto del Rey Juan Carlos I del salón de plenos municipal.

Estas iniciativas van mucho más allá de la Ley de Memoria Histórica. La arbitrariedad y el maniqueísmo con que independentistas y gobiernos de izquierda radical purgan el callejero y retiran bustos y símbolos sólo persigue envenenar la convivencia y borrar de un plumazo lazos de unión que se han construido durante siglos de historia compartida. En esa tarea inquisitorial sus impulsores suplen la falta de rigor intelectual con vehemencia: lo de menos es que Calvo Sotelo, asesinado antes de que estallara la Guerra Civil, no tuviera siquiera tiempo de convertirse en franquista; o que Muñoz Seca, lejos de ser un represor, acabara sus días junto a otros 2.000 ajusticiados en Paracuellos; o que ni uno solo de los borbones a los que ERC quiere borrar para siempre de Barcelona haya tenido algo que ver con la represión del catalanismo o de las instituciones de autogobierno (más bien lo contrario en el caso de Felipe VI y de su padre). Lo principal es generar un espacio de confrontación entre Cataluña y el resto de España, establecer una división entre buenos y malos y acabar con cualquier referencia a la concordia y la fraternidad.