Donald Trump, el pasado viernes, en un picnic en la Casa Blanca.

Donald Trump, el pasado viernes, en un picnic en la Casa Blanca. Nathan Howard Reuters

América

El G7 se reúne preguntándose si tiene sentido su existencia: Trump es la puntilla para una asociación cada año más débil

Los siete países que componen el llamado “club de las economías más avanzadas del globo” solían representar, en conjunto, el 70% del PIB mundial. Hoy en día, sin embargo, apenas rozan el 30%.

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Este domingo comienza en Kananaskis, una pequeña localidad canadiense, la reunión que los líderes de las siete economías más avanzadas del llamado “mundo occidental” celebran anualmente. El famoso G7. Y lo hace preguntándose, como escribía una editora ejecutiva de Bloomberg hace unos días, hasta qué punto tiene futuro un club de naciones al que hasta hace no tanto tiempo aspiraban casi todas las demás.

El último síntoma de la creciente irrelevancia del G7 –formado por Alemania, Canadá, el Reino Unido, Francia, Estados Unidos, Italia y Japón– ha venido de la mano de Donald Trump. El mandatario estadounidense ha confirmado que asistirá al encuentro. El problema es que lo ha hecho –esa confirmación de asistencia– a última hora. Como si hubiese esperado hasta comprobar que no surgía nada más interesante en esas fechas.

“Es destacable que el llamado líder del mundo libre haya esperado hasta el último momento para decir que va”, contaba la citada editora de Bloomberg, Flavia Krause-Jackson, antes de añadir: “Desde luego, el G7 ya no es lo que era”.

Semejante escenario, el de su creciente irrelevancia, bebe de dos factores.

Por un lado se encuentra el cambio de prioridades que han experimentado algunas de las siete naciones, principalmente Estados Unidos, al sustituir una agenda pro-globalización por otra en la que el nacionalismo tiene cada vez más peso. Algo que afecta, entre otras muchas cosas, a las relaciones comerciales con quienes antaño eran socios y amigos. Dicho de otro modo: el unilateralismo cotiza al alza y la cooperación entre estos siete países, antes garantizada, no para de sufrir tropiezos.

Por el otro se encuentra su peso económico en relación al resto del mundo. Hace dos décadas estos siete países representaban, en conjunto, más del 40% del PIB mundial. Hoy día, sin embargo, representan menos del 30% (y, en términos demográficos, solo al 10% de la población mundial). La tendencia es, además, decreciente; se espera que a lo largo del siguiente lustro el G7 pase a representar solo el 27% del PIB mundial.

Todo empezó en un palacio francés

Corrían las últimas semanas de 1975 cuando Valéry Giscard d’Estaing, el presidente de Francia, convocó a los líderes de Alemania Occidental, Japón, el Reino Unido, Estados Unidos e Italia a una cumbre de tres días en el palacio de Rambouillet, situado a 50 kilómetros de París, para charlar con honestidad sobre la “crisis del capitalismo” –como la había definido unos meses antes– que afectaba a todos ellos.

Una crisis caracterizada por –según le explicó Giscard a un corresponsal del New York Times unos meses antes– la inflación, el desempleo, unas divisas comportándose de manera harto errática y la falta de voluntad en materia de cooperación internacional. Lo que preocupaba a Giscard es que, ante todo lo anterior, “los líderes políticos de las principales naciones industriales parezcan incapaces de reunirse y hablar seriamente sobre el problema”.

Los analistas consideran que Giscard no exageraba al hablar de “crisis del capitalismo”. En 1975 el sistema de Bretton Woods llevaba cuatro años roto y la estanflación se extendía por unas economías industrializadas golpeadas por el embargo al crudo impuesto desde la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP); golpeadas por el déficit comercial de Estados Unidos; y golpeadas por los problemas financieros de los británicos (que requerirían la intervención del Fondo Monetario Internacional poco después).

El resultado de aquella primera cumbre fue conciso: un comunicado de 15 puntos que prometía una “cooperación internacional más estrecha y un diálogo constructivo en un mundo cada vez más interdependiente”. Y como la reunión se consideró un éxito, los presentes acordaron repetirla en 1976 –cuando se sumó Canadá– y convertirla en una suerte de club oficial. El Grupo de los Siete. El G7.

Un club que, de aquella, representaba el 70% del PIB mundial y cuyas reuniones anuales fueron ganando relevancia con el paso de los años. Entre otras cosas, y sobre todo, porque de sus decisiones dependía, en gran medida, el rumbo de la economía global.

Una pérdida de influencia gradual

Según Krause-Jackson, la influencia del G7 comenzó a disminuir cuando Rusia, que había sido invitada a unirse al grupo en 1997 (pasando a ser conocido como G8), empezó a distanciarse de Occidente. Un momento que la editora de Bloomberg fecha en el verano del 2008, cuando Vladímir Putin invadió Georgia.

Sorprendentemente Rusia no fue expulsada por aquello, solo amonestada. La expulsión llegó finalmente en 2014, cuando ante la ausencia de repercusiones reales tras la aventura georgiana, Putin ordenó invadir Crimea. Pero para entonces el prestigio del grupo ya estaba tocado.

Luego llegó, en 2016, el referéndum que dio paso al proceso del Brexit (consumado en las primeras semanas del 2020) y las elecciones estadounidenses que se celebraron en noviembre de ese mismo año. Cuando Trump, que había prometido una agenda basada en el “America First”, se impuso a Hillary Clinton en las urnas.

De hecho, cuando el recién investido presidente estadounidense debutó en el G7, que en aquella ocasión se celebró en Italia, fue recibido con una frialdad muy poco diplomática. Famoso es el momento en el que las cámaras mostraron al francés Emmanuel Macron y al canadiense Justin Trudeau paseando juntos mientras Trump esperaba un carrito de golf. Un desaire del que Trump se vengó al año siguiente al desvincularse del comunicado del G7 nada más salir de Quebec –donde se celebró esa edición– mientras calificaba a Trudeau de “tramposo” y “débil”.

La sustitución de Trump por Joe Biden en la Casa Blanca, algo que se produjo en enero del 2021, hizo que algunos pensaran que el G7, tan desgastado después de tanto roce, podía remontar el vuelo. Es más: el propio Biden anunció que, con él al frente, Estados Unidos había vuelto al ruedo.

Sin embargo, en la cumbre del 2022, la que se celebró en los Alpes bávaros, Biden se saltó parte del programa debido al agotamiento y el pasado mayo tuvo que ser guiado por la italiana Giorgia Meloni de vuelta al grupo cuando pareció extraviarse momentáneamente. Aquella imagen, captada por las cámaras, fue la que convirtió las dudas en torno al estado de salud de Biden en una cuestión mainstream.

Objetivo: no acabar a la gresca

Este domingo marca el regreso de Trump a un G7 repleto de caras nuevas. Serán novatos el canciller alemán Friedrich Merz, el primer ministro británico Keir Starmer y el sucesor de Trudeau; el primer ministro canadiense Mark Carney. Quien en su rol de anfitrión tendrá que recibir –ante la atenta mirada de sus conciudadanos– a un Trump que lleva desde enero declarando que a Canadá le iría mejor siendo “el 51 estado de la unión” en lugar de un país independiente.

Las expectativas que se manejan para esta cumbre son tan bajas que Josh Lipsky, director del Centro de Geoeconomía del Atlantic Council, un think tank estadounidense de corte atlantista, ha declarado que “el mejor escenario posible es que no se den grandes controversias”. De hecho, no se espera el tradicional comunicado conjunto que pone fin a estos encuentros para evitar, así, performances como la protagonizada por Trump en Quebec.

“Eso demuestra la tensión que reinará en la habitación”, cuenta Sarah Wheaton, corresponsal europea de la revista Politico. “Una tensión que, en parte, tiene que ver con la imposición de aranceles por parte de Trump a sus aliados”.

Al margen de que no haya grandes controversias, la mayoría de los miembros del G7 busca abandonar Kananaskis habiendo acordado reducir el límite de precios del petróleo ruso consensuado previamente. Un límite que se diseñó para permitir la venta de petróleo ruso a terceros países siempre y cuando éste no supere los 60 dólares por barril.

El objetivo de semejante medida era limitar la capacidad de financiación de Rusia; otra medida de presión destinada a frenar la guerra en Ucrania. No obstante, tras la caída mundial del precio del crudo tanto la Unión Europea como el Reino Unido consideran que los 60 dólares por barril previamente acordados carecen de sentido. Habría que bajar más. Algo con lo que probablemente Trump no esté de acuerdo, dice Wheaton. En tal caso tocará ver cómo capean los demás la diferencia de criterios.

Si todo va según lo planeado –a estas alturas ya nada es seguro– la cumbre del G7 concluirá el próximo martes. Y si todo va según lo planeado por la misma pasarán, en calidad de invitados, los líderes de Australia, Brasil, India y México. También se espera a Volodímir Zelenski, el presidente de Ucrania.