El ejemplo que se me ocurría la semana pasada era el de la agonía de las ciudades griegas que olvidaban el hermoso gesto de votar y zozobraban en aguas de la tiranía.
Hoy podría añadir el de la última República romana, cuando, después de Actio y la victoria de Octavio frente a Antonio, después del asesinato de los oradores republicanos y de que los poetas elegíacos Tibulo, Propercio y Mecenas acallaran su noble voz, desapareció la costumbre de votar, luego la de deliberar y después, rapidísimamente, el gusto por la propia forma democrática.

Pero también podremos observar, en sentido inverso, que no se votaba menos en Esparta que en Atenas.

También habrá que reparar en que, en Atenas, se votó con suma indiferencia en el caso de la muerte de Sócrates o en el de las reformas de Clístenes. También recordaremos que, en la primera mitad del siglo XX, nunca se acudió tan en masa a las urnas como en la Alemania de Weimar o, un poco antes, en 1924, en Italia, en sazón del voto plebiscitario masivo que puso en cabeza del escrutinio una lista fascista que impulsó a un nuevo Napoleón Bonaparte llamado Benito Mussolini.

Dicho de otra manera: votar no es una señal infalible.

No es ni un fetiche, ni un ídolo, ni la última palabra de la democracia.

Convertir una abstención tan manifiesta como la que se vio en la primera y la segunda vuelta de las elecciones regionales francesas en la prueba de una República que ha descarrilado es querer correr demasiado.

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Otro texto que me viene a la mente es el de Víctor Hugo diciéndole a la Asamblea Nacional, en 1850, que el derecho al sufragio universal masculino, instaurado en Francia desde hacía dos años, era "el cuerpo y el alma del ciudadano".

No cabe duda de que allí se expresa el espíritu de lo que quisieron los miembros de la Convención Nacional cuando, en la víspera de las elecciones de 1792, se rebelaron, con Robespierre, contra las "monstruosas diferencias" que "convierten a un ciudadano en activo o pasivo" y lo hacen "desigualmente apto" a la hora de acoger esa "nueva libertad" que consiste, desde Rousseau, en "obedecer las leyes que se nos han dado".

Pero a estas ideas enfrentaremos la de que las elecciones que siguieron, unas semanas más tarde, con el 90% de abstención, fueron las peores de la historia de Francia.

Urna electoral en Marsella en la segunda vuelta de las regionales francesas.

Urna electoral en Marsella en la segunda vuelta de las regionales francesas. Reuters

Nos damos cuenta de que, si bien la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano reconoce el imprescriptible derecho a la plena y entera libertad de expresión, nada dice del ejercicio del derecho a voto.

También recordaremos, sobre todo, la tradición francesa que va de Benjamin Constant a Jean-Paul Sartre y a Jean Baudrillard, pasando por el genial autor de El derecho a la pereza, Paul Lafargue, que convierte el derecho de abstenerse en una tarea y, a veces, en un deber.

Para uno, es una manera de proteger la libertad moderna, la del fuero interno y la conciencia, frente a los asaltos de una libertad teorizada por los antiguos convertida en una nueva religión y, a veces, en el Terror.

Para el otro, es un gesto de deserción sorda, de contestación imperceptible, de retirada, una afirmación silenciosa, un mensaje.

Y, para los más lúcidos, el desvelamiento de la paradoja consustancial a un sistema donde sabemos, desde Tocqueville, que la influencia de cada uno es nimia; que nuestro voto pesará tanto con una pluma y no decidirá, salvo milagro, el rostro del soberano; y que, como la lotería de Babilonia, según Borges, el éxito en unas elecciones no es más que un sondeo más afinado y que, por convención, se ha decretado que será el último.

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Todo esto para decir que, si bien es evidentemente urgente luchar contra la melancolía democrática de la que nos han infectado los comentaristas en el período que ha separado las dos vueltas, tampoco hay que olvidar que la melancolía, en la tradición europea, también se llama acedía o pereza; que se cuenta, en Jean Cassien y Santo Tomás, entre los pecados capitales; y que, si se considera un pecado, es porque es una pasión no tanto del grupo, de la cantidad de personas, sino del alma.

En otros términos, la cantidad de votantes no es ni puede ser el principal problema que se le plantea a nuestras democracias.

Al menos tan preocupante también sería la perspectiva, por ejemplo, de que la Agrupación Nacional (antes Frente Nacional) recuperase la ventaja y, mediante los batallones de abstencionistas, oportunamente movilizados, supiera volver con fuerza al año siguiente.

Si el pueblo es soberano, es a condición de que se respete y nos respete, y su poder tenga límites

O el regreso de una Francia insumisa que fuera capaz de convocar a todos los islamoizquierdistas racialistas y otros conspiracionistas de Francia y de Navarra para, con la fuerza de su regreso, volver a ejercer sobre el resto de la izquierda esa tutela ideológica, política y moral con respecto a la cual los combates antitotalitarios del siglo XX tendrían que habernos servido de escarmiento.

O incluso los grandes partidos de antaño que, ante la divina sorpresa de su propio renacimiento, decidieran no moverse, no molestar y, si volviesen al poder, entrar en letargia y no reformar nada.

La República es la voluntad general, pero también el espíritu de las leyes. Es un cuerpo electoral bien formado, pero también el uso de una deliberación exigente y bien gestionada.

Y aunque sea eminentemente deseable que una cantidad cada vez mayor de conciudadanos vuelva a las urnas, no puede ser a cualquier precio y corriendo el riesgo de olvidar que, si el pueblo es soberano, es a condición de que, como todo soberano, se respete y nos respete, y su poder tenga límites.

¿Y quién pone los límites?

La idea, los valores y las prácticas de la República.

Esta trascendencia de la civilización republicana reinventada constituye todo el sentido de las batallas que nos quedan por librar.