Hace casi un año, en este virus que nos vuelve locos, ya escribí sobre este tema. El confinamiento es oscurantismo con visos de ciencia. Es la forma en la que se reaccionaba ante las epidemias de peste antes de la época clásica y del nacimiento de la medicina moderna. Y es, además, un remedio absurdo (¿no es justo en los espacios cerrados donde más se propagan los virus respiratorios?), con efectos inciertos (¿realmente se ha controlado mejor la epidemia en los países que han optado por el confinamiento que en los que, como Suecia, se han negado a aplicarlo?) y, sobre todo, contraproducente (¡qué cantidad de trastornos psicológicos ha producido el encierro! ¡Ideaciones suicidas! ¡Violencia intrafamiliar! ¡Y eso por no hablar de todos los demás pacientes que no han recibido tratamiento, que no han podido ser operados o que se han quedado sin diagnosticar y que también morirán!).

¿Qué hacemos entonces? Dejen de sembrar el pánico repitiendo —día y noche, como los “niños viejos de bata almidonada” cuyo “poder médico” ya temía Jacques Lacan— que la epidemia está descontrolada y avanza a la velocidad de la luz. Cuando uno es ministro de Sanidad, tiene que centrar sus esfuerzos en convencer a los franceses de que los “antivacunas” son unos estafadores y a escuchar a los sanitarios que, en Seine-Saint-Denis y en otros rincones del país, ya no soportan escuchar más veces que harán falta “años” para formar a más intensivistas y que, mientras tanto, no se puede hacer nada.

Y, cuando se está al frente de la República, hay que seguir plantando cara a las nuevas versiones de aquel médico molieriano, el doctor Purgon, que creen que la salud es el silencio de los órganos; que esa salud puede ser un silencio de toque de queda y de vigías que se ciernen sobre los cuerpos administrados. Ojalá que el presidente Macron se mantenga firme.

¿Qué hacemos entonces? Dejen de sembrar el pánico repitiendo que la epidemia está descontrolada y avanza a la velocidad de la luz.

¿Ha comenzado ya la era Biden? No lo tengo nada claro. Y me ahorro recordar que el gran silencio de Estados Unidos, su retirada ante los nuevos imperios que buscan su momento de resurrección y nuestra entrada en lo que he dado en llamar un “nuevo mundo precolombino”, comenzó no con Trump, sino con Obama.

Sin embargo, hay señales inconfundibles y que me dan aliento. En primer lugar, la acogida que están teniendo en Washington D. C. las iniciativas de JFK (Justice for Kurds) [Justicia para los kurdos], la organización que creé hace tres años con mi amigo el filántropo Tom Kaplan. Esos campus donde se multiplican los “estudiantes embajadores” que ponemos en contacto con los jóvenes de Erbil y Qamishli... El creciente favor, palpable en las redes sociales y en los grupos de reflexión, ante la toma de posición que ha adoptado Francia, que aboga por la mano dura frente a esos Estados autoritarios (Irán, Turquía) con vocación neoimperial que se ensañan especialmente con nuestros amigos kurdos...

Y, por último, pero no por ello menos importante, la carta dirigida al secretario de Estado, Antony Blinken, a iniciativa de los representantes Anthony González y Seth Moulton, firmada a fecha de 26 de febrero por 170 miembros del Congreso, en la que se pide tanto a demócratas como a republicanos que alcen la voz contra Erdogan: durante la campaña presidencial, la organización JFK luchó por ello; trabajamos para que quedase claro lo vital que era incluir en las plataformas de los dos principales partidos en la lucha por la presidencia el compromiso de mantener la alianza con los kurdos.

Así que, ahora que están en una posición “derechohumanista” de presionar a Turquía en nombre de los ideales democráticos de los que Estados Unidos, junto con Francia, es una vez más el defensor, si se confirma, ¡sería una noticia maravillosa! Siguientes pasos: lanzar la idea de un plan de apoyo para los cientos de miles de refugiados cristianos y yazidíes presentes en los campos del Kurdistán iraquí; trabajar en la creación de un Tribunal Penal Internacional, siguiendo el modelo del Tribunal de La Haya, para juzgar a los prisioneros de esta jungla en la que se ha convertido, en el Kurdistán sirio, el campo de Al-Hol, y convencer al mundo de que la única manera verdaderamente eficaz de frenar el regreso del Dáesh a la par que los objetivos imperialistas de Turquía e Irán será la presencia en el territorio de una fuerza internacional, encabezada o no por Estados Unidos, para proteger la Rojava y el Gobierno Regional del Kurdistán.

Poco queda por decir del lugar que ocupa Jean-Claude Fasquelle en la historia de la edición francesa de la segunda mitad del siglo XX

Poco queda por decir del lugar que ocupa Jean-Claude Fasquelle en la historia de la edición francesa de la segunda mitad del siglo XX. Yo mismo necesitaría hacer correr ríos de tinta para contar cuánto le debo a este virtuoso del silencio desde aquel día de octubre de 1972 en que Jean-Edern Hallier me lo presentó en la rue des Saints-Pères.

Por el momento, y tratando de rescatar algo del torrente de recuerdos que conlleva el duelo, me quedo con una anécdota: François Nourissier propone al comité de edición de Grasset & Fasquelle la reedición de Mes Cahiers de Maurice Barrès. El autor de L'Idéologie française, véase, yo mismo, intenta argumentar que los peores textos antisemitas del diputado boulangista de Lorena se encuentran justamente en esos Cahiers. Pero un clásico es un clásico, claro.

Toca decidir, sin más debate, una fecha, un formato, el número de tomos y cuándo será la publicación. Jean-Claude, todavía joven, pero ya fiel a sus ideas y a su fama de silencioso, no dice nada y parece perdido en sus pensamientos.

Hasta que, recordando a su abuelo Eugène Fasquelle, quien, en el escándalo del Caso Dreyfus, tuvo que elegir entre sus dos autores de cabecera, Barrès y Zola, y se decidió por Zola, dice de repente, con un tono tan claro que parece no dejar lugar a la réplica: “Barrès salió de esta casa por la puerta, no va a entrar ahora por la ventana”.

Un hombre capaz de semejante ejercicio de memoria, un transeúnte que vive hasta tal punto en el tiempo inmóvil de los autores y de las obras, un heredero que ve a las grandes figuras de su catálogo como si fueran jóvenes leones que salen a competir en la nueva rentrée literaria, y al comité editorial del día como si fuera la continuación exacta de otro celebrado hace tres cuartos de siglo, es la imagen de lo que es ser un gran editor.