Este artículo se iba a titular “Ser el otro”. Los penosos incidentes de Torre Pacheco, su lamentable cobertura mediática y la utilización partidista para profundizar en el manido relato de buenos y malos, o para insistir en el discurso de odio, o para mostrar algunos su cínica inanidad, me han permitido leer y descubrir diversas historias que han compartido en sus redes algunas personas a las que admiro.

El señor agredido en Torre Pacheco, Domingo Tomás, ofrece una lección de dignidad y se erige en el Marlon Brando de la película dirigida por Arthur Penn en 1966. En una entrevista en El País, sostiene que “no quería nada de lo que ha pasado”, y que “eso de ir a por ellos no lo veo bien”.

Su mujer es más explícita y contundente: “todos los que somos de aquí sabemos que esto no tiene nada que ver con la gente del pueblo. El odio ha venido de fuera y se han agarrado de la paliza a mi marido”.

Estas historias de linchamientos improvisados, espoleados por el odio de unos pocos, los bulos virales y el entusiasmo de otros muchos, remiten directamente a Conspiración de silencio, película inolvidable de 1955, interpretada por un Spencer Tracy en estado de gracia.

Pero más allá del cine clásico, tan denostado en esta época de novedades infinitas, importa esa idea de “ser el otro”. El filósofo Fernando Broncano comparte en su muro de Facebook su experiencia personal en Ginebra, en el verano de 1974, cuando trabajaba de friegaplatos con un horario terrible: “Una noche al salir, caminando desde la Rue du Rhone donde estaba el pub hasta el Pont du Mont Blanc, me detuvo una pareja de policías de paisano, me golpearon y tiraron al suelo, me llamaban ‘árabe’ y repetían todas las barbaridades que hacíamos los ‘árabes’ en Suiza. Luego me registraron el bolso y encontraron mi pasaporte español y me dejaron ir sin más. Me ocurrió alguna vez más. Esa noche descubrí que era ‘árabe’”.

Este Broncano, catedrático de la Carlos III, mucho menos conocido que el otro televisivo, mucho más interesante y certero, cuenta esta experiencia sufrida en la civilizada y racista Suiza de 1974, y también otras “anécdotas” de desprecio racista, como las define él mismo.

A Fernando Broncano fui a verle cuando el catedrático Ángel Valencia lo trajo invitado al centro cultural La Malagueta en febrero de 2023, dentro del ciclo dedicado a la “Posmodernidad o la permanente modernidad”, y desde entonces lo leo siempre que puedo, animado además por al talentoso Andrés Lomeña, quizás uno de los últimos agitadores culturales anónimos de esta ciudad redonda.

Mucho más dramática es la narración del escritor Fernando Clemot, de quien fui anfitrión en Málaga una hermosa tarde de marzo de 2019, tras una intervención suya en ese Málaga de Festival que cada año nos regala con puntual generosidad Cristina Consuegra.

Clemot cuenta, también en su muro de Facebook, que su tío Paco se libró de los oscuros y olvidados y desconocidos linchamientos de argelinos de París de octubre de 1961 -la llamada Masacre de París-, porque alguien lo reconoció y alertó a la policía de que era español.

Paco era español, quizás incluso andaluz o murciano, y tan sólo una feliz casualidad le libró de una muerte horrible, o de la tortura, o de ser arrojado al Sena, que era lo que se hacía con los argelinos en aquel octubre parisino que en nada invitaba a imaginar la ciudad reivindicativa, juvenil y desafiante de mayo del 68.

Hay poca información sobre la masacre de París. Una entrada en Wikipedia, sin embargo, revela algunos aspectos siniestros de aquella reacción desmedida y sanguinaria, por mucho que se produjera en plena guerra de Argelia, al ejercerse la violencia de Estado contra manifestantes pacíficos y desarmados.

En primer lugar, el prefecto de policía que alimentó la represión indiscriminada, basada en rasgos faciales mediterráneos, no fue otro que Maurice Papon, que en 1998 sería condenado por crímenes de lesa humanidad por su acreditada colaboración con los nazis en Burdeos durante la Segunda Guerra Mundial.

En segundo lugar, escuece la amnistía -ese concepto tan extraordinario y moldeable- concedida en 1966 por De Gaulle a los participantes en “actos cometidos en el marco de operaciones policiales administrativas o judiciales”, lo que impidió cualquier tipo de investigación al respecto.

Y, en tercer lugar, Clemot ilustra su entrada con una foto de ese terraplén sobre el Sena desde el que se arrojaba a los argelinos al encuentro de una muerte inmediata: “Ici on noié les algeriens”, aquí ahogamos a los argelinos. Casi 400 personas fueron asesinadas, aunque no hay cifras oficiales ni definitivas. Leo también en un reportaje de la BBC de 2021 que la víctima más joven fue Fátima Beda: “tenía 15 años y su cuerpo fue encontrado el 31 de octubre en un canal cerca del Sena”.

Bien, han pasado 64 años de la masacre de París y 50 desde las anécdotas de desprecio racista de Suiza, pero los modos persisten, la violencia contra el otro resucita y es pertinente preguntarnos qué buscaban esos españoles vestidos de negro que acudieron a la llamada de Torre Pacheco, hasta dónde estaban dispuestos a llegar, de qué estaban dispuestos a presumir en los gimnasios, en las barras de bar, en los acogedores salones de sus casas, rodeados de amigos, familiares, cómplices, quizás incluso de niños y jóvenes.

Y también es necesario y oportuno y casi obligatorio divulgar y difundir esos ejemplos en los que el otro éramos nosotros, o nuestros padres y abuelos, perseguidos y humillados por sus rasgos faciales, su piel morena, su desconocimiento del idioma o cualquier otra característica arbitraria, porque cuando alguien quiere hacer daño, cuando alguien quiere castigar a otro y ser violento y utilizar toda su fuerza bruta contra ese otro siempre más débil, más indefenso, más vulnerable, más inocente, entonces todos debemos saber que cualquier excusa será buena, porque ellos sólo quieren golpear al otro, matar al otro, hacer desaparecer al otro, y contra eso no hay ni argumentos, ni súplicas, ni razones.

En muchos otros momentos, hace no tanto tiempo ni tan lejos, los otros fuimos de alguna manera nosotros mismos. Y aunque no hubiera sido así, aunque no tuviésemos esas experiencias cercanas y familiares de persecución y miedo, en estos casos uno siempre debe saber que quien decide ser espectador se convierte en cómplice, y que sobre los silencios cómodos se han construido muchos de los peores momentos de la historia humana.