Hace un par de semanas coincidí en el mostrador de un establecimiento de pokés -esa comida con una base de arroz y diversos ingredientes frescos que te permite seguir trabajando por la tarde sin el estómago pesado, prepararte para las exigencias del verano y entrar con relativa facilidad en los polos y camisetas del año pasado- con un joven tan musculado como tatuado.
En un primer vistazo pensé que era un turista extranjero, ya que parecía una versión contemporánea del hombre ilustrado, aquel personaje inolvidable del relato homónimo de Ray Bradbury. Pero un examen más atento y detenido, gracias a la cola de clientes que había en el local, me permitió ver que en la parte posterior del cuello lucía un inequívoco “Mi lucha”, en castellano, y que en el brazo derecho, por debajo de sus formidables deltoides, se podía leer con letras gruesas NSDAP, un jeroglífico para los que no sepan nada de historia contemporánea, pero que un observador sagaz e instruido pudo identificar con rapidez: era el acrónimo del partido nacionalsocialista alemán, el partido de Hitler, Goebbels, Himmler, Goering y toda la camarilla criminal de sobras conocida, el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei.
Fantaseé durante unos segundos con la idea de entablar una conversación, pero el joven de los tatuajes nazis recogió su pedido -se lo dieron y le despidieron por su nombre de pila, lo que me lleva a pensar que era y es cliente habitual- y perdí la oportunidad de preguntarle qué admiraba de los nazis, por qué lucía aquellos tatuajes tan estridentes.
Quizás le había llamado la atención ese párrafo del libro de Hitler que dice textualmente que “la finalidad de la educación femenina es, inmutablemente, formar a la futura madre”. O es posible que admirase la persecución, encarcelamiento y tortura de cualquier intento de disidencia política -el primer campo de concentración, Dachau, se construyó en 1933.
Otra opción es que estuviese de acuerdo con la eliminación de derechos de la población judía -le recomendaría entonces leer ‘Quiero dar testimonio hasta el final’, la poderosa obra de Víctor Klemperer en la que describe de manera autobiográfica y en tiempo real, como se dice ahora, todo el proceso de deshumanización de los judíos.
O una última posibilidad es que ese joven malagueño estuviese orgulloso, en 2025, del exterminio de la población judía europea, de Auschwitz, Treblinka y toda esa etapa de sufrimiento, muerte y destrucción que asoló Europa desde 1939 hasta 1945. De los homosexuales, los gitanos o los 50 millones de muertos causados por la Segunda Guerra Mundial ya ni hablamos.
El caso es que me quedé con las ganas de conocer los orígenes y motivos de la admiración por los nazis de aquel joven musculoso y tatuado. Me habría gustado contarle una historia real y desconocida: en el apogeo de su poder, y esto lo leí en la ‘Historia de los jóvenes’, un fabuloso volumen doble que incluía un capítulo soberbio de Éric Michaud titulado “Soldados de una idea”, los nazis organizaron múltiples campamentos de verano destinados a formar a los jóvenes varones en sus ideales, y también como futuros combatientes y fuerza laboral de sustitución, mientras que las jóvenes arias, en zonas no comunes pero cercanas, recibían formación para cumplir con los planes expansivos que demandaban un aumento de la natalidad.
El resultado fue una oleada de embarazos adolescentes y juveniles que provocó un cierto escándalo nacional y que dio origen a ciertas cancioncillas humorísticas, ya que la proximidad de los campamentos rurales del masculino Frente del Trabajo y la femenina Liga de Muchachas Alemanas era celebrada con un estribillo que venía a decir que “por los campos y las matas / pierdo las fuerzas con alegría”. Juventud, divino tesoro.
Lo llamativo es que la sociedad alemana, que había tolerado sin más problemas la persecución política de socialistas, comunistas y liberales; la desactivación de las organizaciones católicas; el desmantelamiento de las instituciones democráticas y del Estado de Derecho o las palizas y amenazas contra la población judía, no vio con tan buenos ojos la epidemia inesperada de embarazos de las virginales muchachas arias, así que los todopoderosos nazis se vieron obligados a suspender aquellos campamentos de formación y adoctrinamiento de la juventud aria.
Habría sido un buen tema de conversación con el joven de los tatuajes nazis, que, por lo que pude asimismo observar en su mochila, parecía dedicarse profesionalmente al culto al cuerpo, a la musculación y sus derivadas.
En fin, puede ser una anécdota, pero también puede que no lo sea. Prolifera un sentimiento juvenil de desconfianza democrática y de querencia por las propuestas más autoritarias. Y, en el caso de los varones, esa simpatía suele ir acompañada de la fuerza bruta como principal argumento dialéctico.
Se atribuye a Mark Twain la sentencia que dice que “la historia no se repite, pero a menudo rima”. Una reciente encuesta europea de YouGov para la TUI Foundation, de la que se han hecho eco medios como The Guardian, revela que sólo la mitad de los jóvenes de países como España, Francia o Polonia creen que la democracia es la mejor forma de gobierno.
Si Churchill levantara la cabeza, se llevaría un tremendo disgusto. Pero ese es el escenario, se ha reaccionado muy tarde y mal a la ola de retrocesos en los valores comunes que inunda las redes sociales, y, como leía en The Atlantic la semana pasada, se ha permitido y tolerado el ataque conservador a la empatía, que ya se ve como algo negativo, cuando es una de las bases de la convivencia y forma parte de los más elementales valores humanos y, me atrevería a decir que cristianos, aunque no sea creyente.
El mundo avanza en una dirección preocupante y los ciudadanos más inquietos demandamos una actuación más enérgica en defensa de los valores democráticos y los derechos humanos. Tan sencillo como eso. Tras las vacaciones volveré al establecimiento de los pokés, aunque me haya entrado bien la ropa de verano. Tengo allí una conversación pendiente.