Hace unas semanas me invitaron a una gala sobre negocio internacional. Fue un evento lleno de vida, de talento, de conexiones valiosas entre profesionales que están dejando huella desde la Costa del Sol hacia el mundo. Un reconocimiento al trabajo bien hecho, también para nuestra firma, y una celebración merecida para tantas trayectorias inspiradoras.

En el último momento decidí no ir. En parte porque la semana había sido intensa y tenía un viaje fuera de España al día siguiente, pero esa no fue la única razón. También sentí que era buen momento para no estar.

No siempre pensamos en lo valioso que puede ser no estar. En un entorno donde se premia la exposición constante, la presencia visible, el mostrarse en cada escenario, decidir apartarse parece casi una anomalía.

Pero no lo es. Es un gesto de confianza. De madurez. Y, también, de liderazgo. Debo reconocer que este razonamiento no hubiera sido propio de mí hace unos años, pero yo no era la misma persona hace unos años, ni mi equipo tampoco.

Y no soy la única, en el mundo empresarial aún cuesta aceptar esta idea. La lógica del control y la inmediatez nos empuja a estar en todo, todo el tiempo. Sin embargo, los datos apuntan en otra dirección.

Según un estudio de Harvard Business Review, los altos directivos invierten más del 70% de su jornada en tareas y decisiones que podrían delegarse. Y Gallup, tras encuestar a más de 50.000 trabajadores, concluyó que los equipos con líderes que promueven la autonomía son un 17% más productivos, un 21% más rentables y un 24% más eficaces reteniendo talento.

Además, un informe de McKinsey & Company sobre dinámicas de liderazgo en entornos resilientes demostró que los equipos que cuentan con espacio real para tomar decisiones en ausencia de su líder directo tienen un 34% más de probabilidad de innovar y un 43% más de compromiso emocional con los objetivos de la empresa.

No se trata solo de eficiencia: se trata de motivación, de implicación y de sentido de pertenencia. Cuando el equipo percibe que su voz importa, incluso cuando el líder no está en la sala, se activa una energía colectiva que transforma.

Lo más interesante es que esta mejora no proviene de grandes estrategias, sino de algo tan básico como dar espacio. Confiar en que el equipo puede. Y dejar que lo demuestre.

Esa noche mi equipo estuvo presente. Representaron a la firma con solvencia, con profesionalidad y capacidad y lo pasaron muy bien. Lo hicieron sin necesidad de que yo estuviera allí. Y eso me confirmó que no estar también es una forma de estar. Que el liderazgo no se ejerce solo desde el centro, sino desde la capacidad de desaparecer sin que nada se tambalee.

No estar no es eludir tu responsabilidad. Es tener la certeza de que lo construido es sólido. Es ceder el protagonismo sin perder el propósito. Es entender que cuando el equipo crece en tu ausencia, estás haciendo bien las cosas.

Soy fan declarada de The Crown, y por supuesto de una figura de liderazgo femenino incuestionable durante el siglo XX y principios del XXI, la reina Isabel II y más de una vez me he quedado pensando en esa frase que repite con calma imperturbable: "El trabajo de la Reina es no hacer nada". Lo decía sin ironía. Lo decía con la seguridad de quien sabe que no actuar puede ser también una forma de sostener.

Aquella noche no estuve en la gala. Y sin embargo, estuve en cada palabra, en cada gesto, en cada brindis. A veces, el verdadero liderazgo no se mide por cuántas veces apareces, sino por lo que ocurre cuando decides no hacerlo. Y es entonces cuando descubres que no estar, en realidad, puede ser la forma más poderosa de estar.