Ana, que ha luchado contra la agorafobia años.

Ana, que ha luchado contra la agorafobia años. A.R.

Málaga ciudad

La lucha de Ana contra la agorafobia: "Siento que he pasado tres años en coma y que no estoy en el mismo cuerpo"

Unas fuertes crisis de ansiedad en plena calle llevaron a la malagueña a encerrarse entre las cuatro paredes de su habitación. Tras mucho trabajo, está venciendo al trastorno y ha abierto su propio negocio.

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La ansiedad irrumpió en la vida de Ana de forma inesperada, hace 15 años. Los primeros síntomas llegaron en plena calle, en forma de ataques de pánico aislados y sin motivo aparente. “Iba andando y, de repente, me mareaba, se me aceleraban las pulsaciones. Tenía que sentarme”, recuerda. Al principio, los episodios eran esporádicos y se disipaban rápidamente.

Durante una visita a un centro comercial, sufrió otro ataque, esta vez más intenso y sostenido. “Me tuve que encerrar en el baño y llamar a mi madre para que viniera a recogerme. Sentía que me moría, que quería correr pero no podía”.

Su madre atribuía aquellos síntomas al estrés. Pero el problema se agravó con el tiempo y, como un copo se convierte en bola de nieve, llegó la agorafobia. Los ataques cada vez se volvían más recurrentes, y salir a la calle empezó a convertirse en una misión imposible para esta malagueña.

“Primero llegaba al final de la calle, luego a mitad, después ni a la puerta. Me fui encerrando poco a poco”, cuenta, mientras toma un café en una terraza de Cruz de Humilladero, algo impensable hace unos años, mucho menos compartiendo conversación con una desconocida. Pero llegar hasta donde se encuentra ahora, a sus 42 años, no ha sido nada fácil para ella.

Tres años encerrada

Durante tres años, permaneció recluida en su habitación. No podía abrir ni la persiana. Su madre hacía de intermediaria con el médico, como una paloma mensajera pero el diagnóstico que explicaba qué le ocurría a su hija no llegaba.

“Solo mandaban calmantes, pero yo sabía que no era eso”, dice Ana. Para mantener la mente ocupada, comenzó a tejer bufandas con telares mientras veía vídeos en YouTube.

Había tenido que dejar su trabajo cuidando a una niña con problemas de salud, sus clases de danza del vientre y el gimnasio... “Dejé mi vida, pasé al encierro total”, recuerda, dándole las gracias especialmente a su madre, que se convirtió en sus pies y en sus manos.

La situación se volvió insostenible y un día, desesperada, decidió coger su coche hasta el ambulatorio, aparcando el vehículo sobre la acera. “Abrí la puerta y empecé a gritar para que me atendieran. No podía más.

"Llevaba tres años encerrada y nadie me había dado una explicación", cuenta con resignación. Fue entonces cuando, por fin, le diagnosticaron agorafobia. Le recetaron una nueva medicación y comenzaron a tratarla con un psiquiatra y un psicólogo a domicilio.

La recuperación fue lenta y progresiva. Primero, las sesiones se realizaban en su habitación; luego, en el salón; más tarde, en la calle. El coche, que para ella se había convertido en una zona de confort, también formó parte de la terapia.

Fueron poco a poco para aprender a entrar en un parking, quedarse unos minutos, bajar… cada paso era una conquista. “El coche era como mi casa. Si me pasaba algo, me metía dentro y me sentía segura, me ayudaron a ir saliendo de él”, asevera.

Ana camina por la calle.

Ana camina por la calle. A.R.

Lo peor para Ana se produjo entre 2017 y 2020. En un año que fue todo un trastorno para el mundo, la mujer recibía el alta. Había "aprendido" a salir de casa... Y la volvieron a encerrar, lo que dificultó mucho su vuelta a la vida normal. "Pasé tanto tiempo mal, que la fobia se me convirtió en enfermedad, así me lo dijo mi psicóloga", lamenta.

“Es como si hubiera estado en coma tres años y me hubiera despertado en otro cuerpo”, resume. Las secuelas no fueron solo emocionales. Dejó de mirarse al espejo, de ducharse y de maquillarse. “Yo siempre he sido presumida. Me encantaba arreglarme, el maquillaje me apasiona. De hecho, soy maquilladora. Pero llegó un momento en el que tapé los espejos por mi salud. Me veía tan cambiada que no me reconocía”.

Efectos secundarios

La medicación, sumada a la falta de actividad, le provocó hipotiroidismo, fibromialgia y un aumento de peso de más de 20 kilos. “Ahora tengo 42 años, pero a veces no sé si lo que me pasa es por la edad o por la enfermedad, me siento encerrada en un cuerpo que no es el mío”.

El aislamiento social durante su 'encierro' fue otro golpe difícil de encajar. Mientras sus conocidos seguían con su vida, ella lloraba viendo en redes fotos de cenas, viajes o celebraciones a las que ya no era invitada.

“Me dolía ver que no me llamaban ni para preguntarme si quería intentarlo. El psicólogo me prohibió el Facebook un tiempo porque me afectaba demasiado”. Solo una vecina se acercó, sin ser ni siquiera amiga entonces, para ayudarla a dar pequeños pasos. Hoy, mantienen una relación cercana. “Los demás simplemente desaparecieron”, sentencia.

Ana todavía sigue medicada, aunque con dosis más bajas; "esto no se va de un día para otro", dice. Puede hacer vida normal, pero sigue en proceso. “El medicamento desactiva la parte del peligro en mi cabeza. Pero si me lo quitan de golpe, podría volver a sufrir un brote”.

Tras 15 años de su primer ataque de ansiedad, Ana se visualiza en uno de sus mejores momentos. Está en un proceso de "reconstrucción".

Aunque reconoce que el ritmo actual le genera estrés, prefiere aprovechar cada momento. “Es como si ahora quisiera vivir todo lo que me perdí. Tengo la necesidad de recuperar el tiempo”.

Aun así, no todo ha vuelto a su sitio. La concentración es una de sus principales dificultades. “Te pones a estudiar y de repente no sabes por dónde ibas. Tu mente va por un lado, tus ojos por otro. Es agotador”.

También le cuesta aceptar su nueva imagen. “Quiero volver a ser la de antes, pero tengo que entender que ya no soy esa. Ni física ni emocionalmente. Aun así, lucho cada día por sentirme yo”.

Tampoco se fía de la gente como lo hacía antes. No olvida el abandono que sintió en sus peores años y ahora no termina de depositar su confianza en la gente. "Ahora me gusta ayudar a los que están viviendo algo similar a mí, a quien se replantea cada día hasta la ducha encerrado en su cuarto. Yo no tuve a nadie, más allá de mi familia, y eso es muy duro", asegura.

Empatía

En la sala de espera de una consulta psiquiátrica, Ana fue testigo de un episodio que la removió por dentro y que no va a olvidar de por vida. “Un hombre tuvo un ataque, no sé lo que tendría, pero estaba claro que era algo mental. Vino un médico a calmarlo y, al meterlo en consulta, otros con bata dijeron: ‘¿Ya han metido al loco ese?'. Y que eso lo diga un médico o un técnico de salud… es de no tener vergüenza”.

A través de ese ejemplo, Ana quiere denunciar la gran falta de empatía que tantas personas como ellas sufren en silencio. "No somos locos, necesitamos ayuda", dice, con conocimiento de causa. Ante tanta incomprensión, ella ha estado al límite.

He tenido miedo incluso de quitarme la vida. No me cortaba, pero me daba cabezazos contra las esquinas. Es la impotencia de sentir que nadie te da la mano. Como si tuvieras que sangrar para que te atiendan”.

Cree que en España no se le da la importancia que merece la salud mental, aunque desde la pandemia se haya comenzado a hablar más de ello.“Somos más de lo que yo pensaba los que tenemos problemas de salud mental. Muchísimos no están diagnosticados. Si llevas días con una pena sin razón, te deben derivar a salud mental y terapia. Puede acabar en depresión, y si no se trata, en una depresión mayor. Pero el médico te da un Lorazepam o un Diazepam y ya está. Y eso es una droga, no me gusta”.

Y lo dice ella, que ve al Lorazepam como "un freno de mano". Aunque no lo toma todos los días, reconoce que necesita tenerlo cerca para estar tranquila. Le da "seguridad". Pero confiesa que "no debería vivir dependiendo de eso".

Por no hablar, asegura, de los tiempos de espera para acudir a la consulta de psicología a través de la Seguridad Social. "La solución es buscar uno privado, pero ¿quién puede pagar 80 euros por sesión?”, critica.

Ana pide lo que todo ser humano merece: comprensión, pero sobre todo recursos para los que están pasando lo mismo que ella. "Cuando veo a una chavala joven decir que toma pastillas para la ansiedad o los nervios, le digo: cuídate. Esto no dura para siempre. La agorafobia no entiende de edad ni de sexo. Nos puede pasar a todos. Y necesitamos empatía. No queremos estar por encima del resto. Solo vivir una vida normal", expresa.

Cuando a Ana le preguntan qué le diría a alguien a quien acaban de diagnosticar con agorafobia, su respuesta es simple y certera: paciencia. “Se sale. Pero hay que hacerle caso al cuerpo. Si te pide cama, duérmete. Son fases. Una de pena, otra de rabia. Luego te preguntas por qué te pasa esto. Y al final, por qué los demás te tratan como si estuvieras loca”.

Ana es maquilladora.

Ana es maquilladora.

Y es que ese es otro dolor añadido: el juicio social. El desconocimiento. La violencia de las etiquetas. “A mí me han dicho en la calle: ‘quita, borracha’. Porque cuando te da un ataque no puedes hablar bien, se te duerme la lengua, no ves, no caminas bien. Y encima, si pides ayuda, te empujan. A las doce del día. Y te dan ganas de tatuarte en el brazo: ‘no estoy borracha, tengo agorafobia’”.

Ella, en cambio, ahora sí se detiene cuando ve a alguien llorando. Se sienta a su lado. Le ofrece su presencia, su empatía. “Muchas veces me dicen que tengo manos mágicas, pero no es eso. Es que siento la energía. Intuyo. Y al final la gente llora, porque yo también he llorado mucho”, reconoce.

Una nueva vida

Ana es maquilladora y masajista y acaba de abrir su local de masajes y bienestar, Jazmín de Arabia, en la calle Andarax, en Cruz de Humilladero y tiene una cuenta de Instagram llamada @Katherintos, un usuario que nace a través de un juego de palabras inspirado en la película Bajo el sol de la Toscana. Porque Ana quiere ser como esa mujer libre, que ya no vive pendiente del juicio ajeno. “Esa soy yo. O esa quiero volver a ser”, dice.

La cuenta está enfocada en la agorafobia, aunque muchas veces se le hace cuesta arriba mostrar su vida. “Hay días que digo: ¿qué le pongo yo a la gente? Si soy yo la que necesita ánimo. Pero también quiero enseñar que se sale. Que cuesta, pero se sale”.

A través de las redes, Ana también ofrece su escucha. Ya ha acompañado a personas que no conocía de nada. “Me llamó una chica del Rincón, hablamos, quedamos... Hoy está feliz, con su pareja, con un niño. Y eso para mí es un regalo. Yo no soy psicóloga, pero sé escuchar y así lo haré con las que vengan a mi negocio”.

Ella no lo sabe, pero sus ojos brillan cuando habla de su futuro, tanto como su sonrisa. Vale mucho más de lo que cree. "Creo que tengo que tomarme la vida como un volver a nacer. En otro cuerpo y en otra mente, pero tengo que aprender a vivir con ello y lo voy a conseguir", concluye.