Parece que fue ayer, al menos para los que nacimos antes. En la segunda mitad del siglo XX, tras la derrota del fascismo (salvo en España, que todo hay que decirlo), al alimón por los EEUU y la URSS, llegamos a una entente no muy cordiale: unos optaron por defender la economía dirigida desde el Estado -léase, simplificando, los de izquierda- y los otros -la derecha, para entendernos- lo hicieron, en cambio, por la libertad fructífera de los mercados.
Pero cayó el muro de Berlín y aquéllos se quedaron, como los seis personajes de Pirandello, en busca de un autor, mientras éstos últimos les abrían los brazos, acogiéndolos como secundarios en su película, aunque, por ser conciliadores, la guionizaron con una nueva partitura: economía social de mercado, la llamamos.
Entramos así en el siglo XXI pareciendo que ya todos éramos -o podíamos ser- liberales, aunque el incremento en los impuestos, necesario para mantener el estado del bienestar, comenzó a acogotarnos como ciudadanos, perjudicando, para algunos, el desarrollo económico de los países libres; los actores principales de la tragicomedia.
Y entonces llegaron ellos, con un máster en business class bajo el brazo, explicándonos que, para fomentar el bien común -finalidad principal de todo Estado-, socorriendo a los más necesitados, con objeto de que, por ejemplo, pudieran acceder a una vivienda digna -objetivo básico de toda familia-, no había que subsidiarlos con ayudas públicas, sino procurar que todos -y, ellos también- ganásemos más dinero, de tal modo que se pudiera acceder a tener esa casa soñada, con fondos propios.
La fórmula no era otra que la de reducir los impuestos, dejando que los mercados se autorregulasen solos, bajo el amparo de la noble competencia.
Tener el dinero en nuestro propio bolsillo, y no en el del Estado, no era el problema, según decían, sino la solución, pues era lo que afianzaría nuestra libertad.
Pero llegó la crisis financiera de las hipotecas “basura” y aquel principio de “la caridad bien entendida empieza por uno mismo”, terminó con la trágica desaparición de las clases medias, sumiéndolas en la esclavitud de la pobreza, por no decir de la indigencia.
En esto estaba pensando, mientras terminaba de leerme “Auge y caída del orden neoliberal” -interesante obra de Gary Gerstle, director de investigación en la Universidad de Cambridge, cuya lectura recomiendo-, cuando se asomó aquel día a la Plaza de San Pedro el nuevo Papa, reivindicando con su nombre -León XIV-, o esa impresión da, la doctrina social de la Iglesia.
Puede parecer una referencia extravagante en estos tiempos, pero si los sistemas económicos al uso -con los que nos sentíamos cómodos, aunque enfrentados, a finales del siglo pasado- han fracasado y ahora parece ser que lo único que los sustituye es el proteccionismo egoísta, de nuestros productos con los aranceles o de nuestras fronteras con los alambres de espinos, que nos enfrenta aún más, ¿por qué no darle una oportunidad, en este nuevo siglo cuyo primer cuarto ya estamos consumiendo, a aquel mensaje de Jesucristo, quizás el más apasionante que se le ha lanzado a la humanidad, del “amarás al prójimo como a ti mismo”?
Quizá sea algo utópico -no me duelen prendas por confesarlo- intentar que resucite este lema mesiánico que hemos obviado en los últimos dos mil años, pero, como dicen que dijo Víctor Hugo: “¿Sabe cuál es mi enfermedad? La utopía. ¡Sabe cuál es la suya? La rutina. La utopía es el porvenir que se esfuerza en nacer. La rutina es el pasado que se obstina en seguir”.
En todo caso, no creo que sea una quimera, sino más bien una necesidad imperiosa, si es que queremos dejarles a las generaciones futuras un mundo en el que puedan sobrevivir.
Y por eso, considero llegado el momento de romper la formación -en jerga militar- con nuestras obsoletas adhesiones de partido -cada cual con la suya-, encaminándonos todos, sin prejuicios ideológicos, hacia un futuro en el que el prójimo no sea el enemigo, sino alguien a quien ayudar para que él, a su vez, nos ayude a nosotros mismos.
Espero que me disculpen si termino, por mor de mi zurdera congénita que no deja por ello de ser liberal, constatando que puede que la izquierda tenga esa andadura menos complicada, pues ya ha recorrido parte del camino, con su apuesta por la solidaridad y el respeto por la naturaleza.
La derecha, en cambio, con su culto por la riqueza especulativa -aunque ahora se le llame emprendimiento, en su modalidad free tax, faltaría plus- y su oposición a todo lo que signifique mejora en los derechos laborales y en las libertades sociales, parece haber olvidado que, como también dijo aquel Mesías, “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de los cielos”.
Pero, cueste lo que les cueste llegar a la meta, rompan filas todos, de una puñetera vez, que, cuanto menos, hay que caminar hacia adelante y no dando marcha atrás hacia políticas fracasadas. Háganlo “por huebos” -así escrito, que significa, la RAE dixit, por necesidad-.