Mi oficina está en una séptima planta; todas las mañanas me toca compartir ascensor. Al subir y coincidir con alguien, siempre doy los buenos días. Obvio. O no... Algunos parecen molestos, como si pensaran: “¿Y esta tía tan risueña tan temprano?”. A mí me gusta y no cuesta nada. Creo que ser amable genera una buena energía que nos acompaña todo el día. Soy de las que opinan que la amabilidad mueve el mundo y lo hace todo más fácil. No el amor —que también es estupendo—, pero en ocasiones va unido a pasiones desenfrenadas, celos, engaños… La amabilidad, en cambio, siempre es equilibrada.
Hay un proverbio chino que dice: “Hombre cuya cara no sonríe no debe abrir una tienda”, y me parece una gran verdad. Una sonrisa siempre venderá más; puedes conseguir que te cambien un asiento 27 por una puerta de emergencia si el avión no está lleno, o que te dejen pasar primero en la cola del súper si solo llevas un par de cosas.
Pero tengo la sensación de que últimamente vamos a doscientos por hora: corriendo, mirando el móvil y perdiendo la sonrisa y los buenos modales. Cada vez lo tengo más claro “Sonreír es gratis, pero a algunos les sale a deber.”.
Como decía mi abuela Trini: “Presencia y buenos modales abren puertas principales”. Y tenía razón. Al final, no se trata de clases sociales ni de estatus económico, sino de algo tan simple como ser agradable, mostrar empatía y, quizá, añadir un toque de dulzura al día.
Lo cantaba mi querida Mary Poppins: “Con un poco de azúcar pasará mejor.” Me encanta. He visto la película miles de veces, he visto el musical en Broadway y hasta gané una fiesta de disfraces con todo el atuendo, incluyendo un bolso del que asomaba una lámpara. Para nada soy ñoña: tengo mi genio, me enfado como todo el mundo, pero sí, me gusta poner azúcar en el trato con los demás. Al café… ya es otro tema. Así que, pongámosle azúcar a la vida.
Me pasa igual cuando saco al perro por las mañanas. Siempre nos cruzamos los mismos; los perros son de horarios fijos. Me suena la cara del noventa por ciento de las personas con las que me encuentro. Solemos darnos los buenos días, no efusivamente, pero sí cordial. Sin embargo, sorpresa: siempre hay alguien que, aunque te cruces frente a frente t-o-d-o-s l-o-s d-í-a-s, no hay manera. Mantiene la mirada fija en el infinito, como si no se cruzara con nadie.
No hablo de convertirse en un santo, solo de dar los buenos días. Pruébenlo. Les aseguro que funciona. Igual que poner los intermitentes en una rotonda. Todo nos iría mejor.