"Padre, aleja de mí este cáliz". La semana pasada tuve el privilegio de participar en la XXII edición de EuskalHiría, un encuentro promovido por el Gobierno Vasco y ONU Hábitat, que busca promover el debate sobre las ciudades y el territorio. De los dos días de conferencias sobre los retos que deben asumir las ciudades hoy, me llevé dos ideas fundamentales y un concepto básico, el de la inmunidad, que me gustaría desarrollar en este artículo.

Hay dos dinámicas que articulan muy bien la comprensión y dimensión del reto que estamos llamados a abordar como conjunto de humanos que habitamos simultáneamente el planeta en este momento. La primera es la dinámica del aumento de las temperaturas globales y la segunda es la dinámica del aumento demográfico.

Si la primera habla de la gravedad, la segunda habla de la urgencia. Y como se dijo en una de las conferencias, la conjunción de gravedad y urgencia da como resultado la emergencia de la situación. Hemos multiplicado por cinco la población mundial en algo más de un siglo, pero no hemos adaptado nuestro modo de vida a esta realidad, que además, está totalmente desequilibrada.

Mientras en los países de lo que llamamos de forma miope "sur global", la tasa de crecimiento demográfico es de más de tres hijos por mujer, en Europa y en España no podremos pagar las pensiones dentro de unos pocos años porque nuestra tasa de reposición es de poco más de un hijo por mujer.

Sin embargo, el debate se centra en la edad de jubilación, en si viviremos en colivings senior o en comunas de intelectuales en el campo, y en la economía silver que empieza a considerar modelos de referencia publicitaria de más de 60 años.  Seguimos sin hacer políticas valientes que permitan a los jóvenes el acceso a la vivienda sin necesidad de subvenciones.

Porque, ¿por qué una joven formada y que trabaja tiene que acceder a promociones de vivienda subvencionada para poder iniciar un proceso de emancipación que le permita desarrollar un proyecto vital en el que, si lo desea (y lo desean en la mayoría de los casos) pueda tener los hijos que quiera? El problema no es que la vivienda sea cara (que también), sino que los sueldos son bajos y la desigualdad cada vez mayor. No lo digo yo, lo dice la ONU además del INE.

Tampoco queremos alterar nuestro entorno vital con la acogida de inmigrantes, que es la única forma de garantizar de manera inmediata nuestras jubilaciones. Es lo que tiene tener hijos, educarlos, que se conviertan en adultos productivos y que empiecen a pagar impuestos: que se tarda mucho.

Seamos honestos. Los migrantes llegando en pateras a nuestras costas nos llenan de congojo o de rechazo según nuestro sesgo y sensibilidad. Pero lo cierto es que cuando encontramos alguien de otra cultura en el metro o sirviendo cafés, lo que nos incomoda no es la forma legal o ilegal en que han llegado a nuestro país, sino el hecho de que sean diferentes.

Pues señores y señoras, el diferente es por ahora y a no ser que las empresas empiecen a tributar por productividad y no por rentas de trabajo, la única forma de hacer sostenible el sistema de pensiones de quienes nacimos porque nuestros padres nunca pensaron que si trabajaban, no podrían mantener a sus hijos. Y tuvieron hijos, ya lo creo que los tuvieron. Somos nosotros, los boomer, los de la generación X y si me apuran, hasta los milenials, que ya no son tan jóvenes. Si son ellos los que nos van a salvar, deberíamos tratarlos con más cuidado y atención.

Y aquí entra la segunda cuestión. No voy a entrar en el debate de si estamos ante un cambio climático o cromático. La realidad que nadie podrá negar es que existe un aumento de temperaturas, independientemente de que éste se haya producido por la acción de una economía industrial que se inició en el siglo XIX o porque el planeta cambia de ciclo cada cierto tiempo.

La cuestión es que el sistema planetario ha cambiado y el aumento de temperaturas está produciendo estragos en nuestra forma de vida. Pero aún aceptándolo, hay que reconocer que la naturaleza de la crisis no es intuitiva, y eso supone un gran problema a la hora de implicarnos en su abordaje de forma colectiva.

Los cambios que experimentamos son el resultado de una suma de infinitos factores que en realidad no sabemos cómo se relacionan ni qué consecuencias inesperadas pueden tener. Seguramente dentro de 200 años haya congresos donde se expongan los resultados de las investigaciones sobre el desconcierto en el que vivieron los humanos del siglo XXI por causa de la crisis climática, demográfica y democrática.

Algo así como cuando estudiamos en el colegio que la gente se moría de peste durante la Edad Media porque no sabían que la falta de higiene estaba relacionada con la enfermedad, y creían que lavarse era algo peligroso además de pecaminoso.

El duelo climático que provocan los fenómenos extremos en el planeta supone un reto para la democracia, pues tomamos decisiones en el ámbito local cuando el problema es de carácter global, y además hacemos planes para cuatro años cuando el problema es de tiempos geológicos. El cambio climático obliga a una resilencia individual que empuja a la gente a desplazarse y a cambiar su modo de vida, cuando el problema tiene una causa global. Esto genera insatisfacción y malestar de la población.

No disponer de recursos económicos para encender el aire acondicionado cuando vives en un barrio sin árboles y lleno de asfalto, -que es la pura definición de una isla de calor-, o tener que emigrar de tu país, tu entorno cultural, social y emocional sin haber hecho nada para merecerlo, no es algo que predisponga para el acuerdo y la tolerancia.

Es necesario ser honestos y visibilizar los territorios, culturas y personas de sacrificio que generamos los países ricos con nuestro modo de vida. Los países con más compromiso con el cambio climático plantean políticas en términos de presente ampliado, es decir, en términos de qué debemos hacer para seguir viviendo igual.

Las políticas de descarbonización, de adaptación energética de los edificios, o de energías renovables, no promueven un cambio de modelo en nuestros hábitos. Y por ello, seguimos consumiendo cada vez más, siendo además más y más personas en el mundo. Personas que, por cierto, son necesarias para garantizar el crecimiento infinito de nuestro modo de vida, y de nuestras pensiones.

Pero no quiero centrarme exclusivamente en los desplazados climáticos que además soportan guerras provocadas por el deseo de controlar las materias primas que necesitamos en los países desarrollados. Para entender la naturaleza del problema que tenemos es necesario hablar de lo que nos afecta directamente. El tejido económico español vive en el litoral, y el turismo es una de las patas más importantes del “mix económico”.  En los frentes litorales la frecuencia de los episodios de tormenta provocados por el aumento de la temperatura del mar hace que éste se lleve la arena y destroce los paseos marítimos donde se localizan una parte importante de las infraestructuras y recursos turísticos.

¿Cuánto va a costar pagar las obras que cada cuatro años (justo antes de las elecciones municipales) hay que hacer para remodelar los frentes litorales? Pero el reto es aún mayor, pues aunque asumiésemos que contamos con el dinero suficiente para pagar todo eso, la pregunta es: ¿Quién lo paga? ¿Cómo se paga? ¿Quién lo hace? ¿Cómo se hace? ¿Los ayuntamientos, comunidades autónomas o el estado a través de un impuesto extra a los ciudadanos, la ONU como organismo encargado de los problemas globales a través de una nueva fiscalización tributaria, lo pagan las compañías de avión que traen a los turistas y que suponen la mayor parte de la huella de carbono global en el turismo, los propietarios de los bares que se benefician directamente de la venta de cervezas, quienes se la toman en verano? El riesgo del sistema democrático, en mi opinión, tiene más que ver con la falta de un procedimiento que con la falta de medios.

Ante una realidad disruptiva, podemos coger la pastilla roja o la azul. Aceptar la realidad implica asumir el desconcierto y el deseo de inmunidad, tanto a nivel individual como a nivel político. Pero desear la inmunidad ante los cambios que debemos abordar no es problemático.

Hasta Jesús deseó la inmunidad para sí. La clave está en reconocer que cuanto más tardemos en cambiar las cosas, más graves serán las consecuencias para los que vienen detrás. No podemos permitirnos el lujo de formar parte de las generaciones que sean recordadas por comerse la última aceituna e irse, dejando al resto esperando a que le traigan la cervecita y nuestra cuenta por pagar. El compromiso generacional nos exige, como mínimo, no desfallecer aunque el reto sea inmenso y el desánimo esté a la orden del día.

Personalmente creo que es posible cambiar el paradigma del cambio a través del sufrimiento, por el paradigma del disfrute. Si abordamos las transformaciones necesarias para garantizar que haya vida después de nosotros, viviremos mejor, en ciudades más adaptadas y más disfrutables donde sea posible el encuentro, donde haya espacios vegetados que permitan la vida de todas las especies animales (incluidos los sapiens), donde se promueva el intercambio de ideas y la creación de nuevas formas de economía adaptada a los tiempos que corren.

Particularmente me parece que el sistema capitalista es un buen sistema, sobre todo si lo comparamos con el anterior, que era el sistema jerárquico de la nobleza y el clero. El problema en mi opinión, es que nos hemos quedado obsoletos. Si la economía industrial fue la economía disruptiva global durante el siglo XIX y XX, creo que ya vamos tarde en adoptar una economía propia de nuestro tiempo, que es la economía circular. Para que esta transición sea posible, es necesario promover ciudades de proximidad, empresas de proximidad y nuevos sistemas de gobernanza en los que los ciudadanos y ciudadanas hagan suyo el impulso de esta transformación.

El problema es que vivimos en un contexto de déficit imaginativo. Durante el inicio del siglo XX, ante un cambio de modelo que llevó a la gente a vivir en ciudades hacinadas y llenas de hollín, muchas personas empezaron a pensar en utopías urbanas como la ciudad jardín o la ciudad lineal.

En este punto, no puedo más que volver a hacer referencia a una utopía muy cercana porque la publicó Ezequiel Navarro en este mismo periódico. Aún me emociono cuando la leo y creo que si hay una ciudad donde podemos llevarla a cabo para que sirva de inspiración a otras ciudades, es Málaga. ¿Por qué no? Sólo hacen falta espíritus entusiastas e inmunes… al desánimo, por inoculación de la vacuna del compromiso generacional.