Nuestro metro se parece cada vez más a aquel de la canción de Serrat: Cargando arriba y abajo íntimos desconocidos, amaneceres y ocasos con dirección al olvido. El denso ambiente está cargado de oradores silentes que se refugian en sus móviles para evitar mirar a cualquier otra parte. Por ello prefiero cada vez más el bus, te ayuda a conocer la ciudad y sobre todo reconocer muchas historias que sirven para medir el pulso social. Mientras el metro va cargado de la juventud temprana, en el autobús de la línea 22 pintan canas de esa buena gente que tanto dieron para que hayamos llegado hasta lo que hoy somos.

Hace unas semanas que Paquita y Josefa se subieron al 22 y se sentaron frente a frente en esos bajos asientos, con la cabeza a la altura de las ventanillas, destinados a personas con alguna imposibilidad. Hablaban en voz alta, luego era inevitable oírlas a pesar del quejumbroso motor de tan gastado transporte colectivo. Paquita le confiesa a su amiga que va tarde porque perdió el anterior, todo por culpa de tener que encender la alarma que ha puesto en la casa y echar las cuatro cerraduras y el candado que engalanan una puerta blindada de una marca que la enorgullece.

Josefa le recrimina lo que se habrá tenido que gastar para tener todo eso. Entonces le confiesa que además ha puesto rejas de acero y cristales blindados en las ventanas, y un botón de alarma en cada habitación. Llevo comiendo puchero seis meses, y lo que me queda, pero todo sea por mi seguridad. Aunque ni por eso pego ojo, añade, y es por lo que voy al médico, a ver si me manda unas pastillas que me quiten esta congoja que tengo. Su confesión continuó relatándole que todo comenzó cuando se enteró, por ese ‘muchacho tan simpático del telediario’, que una señora que fue a comprar el pan al regresar tenía su casa llena de ocupas y que como tenían hijos pequeños la policía no podía echarlos. Mira como se me pone la piel nada más que pensar que me ocurriese a mí.

Ayer Josefa no subió con Paquita al autobús, si no que la acompañaba su prima Laconchi, a pesar del calor las dos iban ataviadas de luto riguroso. Era la liturgia necesaria para dar el último adiós a Paquita ¿Y cómo fue? Pues mira se encerró y echó todos los pestillos, puso las alarmas y todo lo demás. Entonces le saltaron los plomillos y se quedó sin luz. Por lo visto se agobió y le dio el jamacuco.

Cuentan que en el más allá, entre el purgatorio y el infierno, hay un lugar reservado para los creadores de bulos, el bulitorio. La gran sala está abarrotada, ya que algunos residentes llevan allí más de sesenta siglos. Los que llegan al bulitorio están condenados por temporadas a vagar como almas en pena para sufrir en carne propia todos los efectos secundarios de aquellos bulos que crearon. Aunque el origen de la palabra es incierto, la R.A.E. apunta a que puede provenir del caló bul, que significa porquería. Vivimos un momento de demasiados bulos, demasiada porquería.