Es el volante manchado de tierra del aparcamiento junto al Auditorio; es el calor de la una del mediodía esperando al 14, con la parada llena y el autobús todavía más lleno; la flor del chino en el pelo, estorbando en el sitio de las gafas de sol al entrar en las casetas; la pulsera de colorines y las Converse abanico en ristre; los lunares de las cortinas y las rayas anchas de los estoicos toldos; es la patata asada que se sale del papel de orillo por todas partes, puñal clavado en el hambre de la otra papa; el bolso cruzado y las bermudas, las sandalias de peregrino y la mascota fucsia llevados con la actitud de Pablo Pujol y el desaliño de Rockberto.

Es el primer traje de flamenca y el posado para las decenas de fotos sobre la mesa del comedor en el salón de la abuela, la emoción de la madre y la añoranza de su padre, que la recuerda cuando la conoció bajándose de un coche de caballos en Carretería y se le cayó un pendiente al suelo, que a él le faltó tiempo para recoger; es la caseta de la Peña Trinitaria donde bailaron la primera vez; es Agosto haciendo el resto; es el primer amor de muchos, el tanatorio de otros tantos.

Es la letra de la sevillana con la letra cambiada para que suene a Málaga y la prisa por aprendértela; es que ninguno de la pandilla se la haya aprendido; es Quevedo de rondeño con Bizarrap de marengo, entregando a Rosalía las llaves del pentagrama tatuado por las paredes de las casetas; es un tambor verde y morado descolgado de un clavo que ha cogido polvo de tres años; es tu cuñado, el que dice que lo toca muy bien; es tu hijo descubriendo los tongos de las tómbolas, las latas que pesan mucho y las pelotas que no pesan nada, los dardos doblados, las escopetas de caña, el peluche de metro cincuenta que ya te ha dado la noche y que ojalá no te hubiera tocado; es acordarse de Isabel La Católica y las ganas de preguntarle por qué no le metió más caña al asunto de la conquista, para así haber recuperado la ciudad en primavera o, que más daba, en octubre; es Fernando el Católico quitándote las ganas de preguntarle nada porque menuda es Isabel para sus cosas.

Es la copa que se calienta en seguida; la charla que te deja ronco luchando con los 1000 watios de las columnas de la caseta; el camión de Limasa disolviendo; el sudor en la cinta del sombrero del caballista, en las riendas cruzando el pecho de los mulos, los carros convertidos en photocalls; el trago largo que no te hace más que sudar; es el beso del aire cuando cambia, la caricia del ocaso, el paso del Rubicón que a las siete de la tarde te hace mirar a la vida de frente cuando lo preguntas: “¿Tiramos para el Real?”; es el silencio incómodo que rompe el primero que encara la parada del primer autobús que te suelte allí; es despertarse con calor, cansado, sediento, ojeroso y sin ganas de nada, salvo de feria.

Es una sedente dama holandesa mirándonos y viéndonos con mirada propia y extraña desde su fortaleza de mar y cielo; el pregón de cada cante por verdial, la piel erizada y la gota en el ojo que brota del primer compás de violín; el estruendo portentoso de los panderos de Almogía, el brillo de los crótalos, las banderas volando bajo, el baile tejiendo bolillos sobre el techo del infierno cuando Lorenzo sacude a Málaga. Porque a Málaga hay que venir, que de Málaga hay que ser, contra todo y pese a todo, matando a la pena a hierro. Y por verdiales cierro: "Llorando me fui de ti, llorando regresaré. Viviendo muero por ti, muriendo querré volver a enamorarme de ti". VIVA MÁLAGA.