Los conductores que compran coches potentes, a los que les gusta conducir a un ritmo rápido, han entendido que la carretera no es el sitio idóneo para sacar a relucir sus cualidades al volante. Y como no hay muchos sitios más donde escoger, acuden a escuelas de mejora de la conducción. No aprenden a circular, que a eso ya les enseñan las autoescuelas, les enseñan a conducir, a solucionar situaciones que jamás se darían en el tráfico diario salvo las inevitables que hay justo antes de producirse un accidente. Pero, ¿se puede enseñar a conducir a alguien que lleva treinta años al volante?

Durante años fui instructor de conducción deportiva en la escuela de conducción que una marca de vehículos deportivos tiene en España. A través de ella se hace realidad el sueño de muchas personas: conducir en un circuito de verdad en situaciones límite que no se pueden vivir en las carreteras. Usamos coches de la marca que se venden en cualquier concesionario, sin ninguna preparación específica, es decir, absolutamente de serie, para que haya más familiaridad por parte de los alumnos, los cuales no pretenden ser pilotos sino vivir situaciones dinámicas que jamás han sentido, en un entorno seguro como es un circuito de carreras. Cierto es que hay todo tipo de conductores, con niveles de conducción muy dispares, pero los que se inscriben en un curso y pagan un buen dinero les une, en general, el afán por mejorar sus capacidades al volante de un vehículo. Como instructor de conducción avanzada he realizado muchos cursos y os puedo asegurar que, en general, no se sabe conducir de verdad, si acaso, mover el coche de sitio.

Conducir en un circuito es como la prueba del algodón. Te llega el alumno que tiene un “burraco” de 400 cv, el carnet desde hace 25 años, hace cincuenta mil kilómetros al año, circula a toda galleta y, por supuesto, se cree el rey del mambo. Le damos una breve explicación teórica e, incautos nosotros, nos sentamos en el asiento de la derecha, ese que le dicen del miedo, a ver cómo lo hace nuestro “experto” en un coche que corre mucho. Hay veces que antes de poner en marcha el motor ya le estamos corrigiendo cosas: “abróchate el cinturón antes de arrancar, pon bien el retrovisor, quita el codo de la ventana”. Una vez en marcha, la letanía de órdenes ya es inacabable: “sitúa bien las manos en el volante, frena antes de la curva y suelta en el vértice, quita presión en el pedal despacio, acelera cuando veas la salida de la curva, fíjate en los laterales sin quitar la vista del frente, gira el volante suave”. En fin, una situación difícil para el alumno, porque a nadie le gusta que su autoestima se venga abajo cuando le dicen, en suma, que no tiene ni puñetera idea de conducir, aunque lleve treinta años haciéndolo. Pero, claro, nunca ha tenido a su derecha una cotorra que le canta cada diez segundos todo lo que está haciendo mal. Y encima ha pagado por ello. Un poema.

Por suerte, como todos los que se han inscrito están allí para aprender, entonan el “mea culpa” y suelen sentenciar: “vaya, me he dado cuenta de que conduzco realmente mal”. Aunque no lo parezca, esta casi unánime frase de los alumnos es la que inicia el auténtico aprendizaje. Cuando asumen que no conducen correctamente, debido a vicios de muchos años, que creen correctos porque ninguno ha estado bajo supervisión como en ese curso, automáticamente entran en modo “reset” y empiezan a asimilar nuevos conceptos a una velocidad que a veces sorprende. Es decir, tienen que asumir que lo estaban haciendo mal hasta ahora para poder empezar a hacerlo bien. Al final corrigen la mayoría de sus errores y salen de allí como nuevos conductores, como conductores de verdad. Aunque, bien es cierto, hay también auténticos “marmolillos”, los menos, a los cuales el curso no les sirve absolutamente para nada, aunque puedan decir a sus amiguetes que han sido pilotos por un día.

Un alumno de Valencia que hizo en el circuito de Cheste un curso conmigo como instructor tenía un modo muy peculiar de cambiar de marcha. Lo quería hacer tan rápido que al final las marchas no entraban bien. Y llevaba haciéndolo así muchos años, desde que se sacó el carné, según me confesó. Durante muchas vueltas en la pista de Cheste cambió de marcha con mi mano sobre la suya, una y otra vez, hasta que al final de la jornada lo hizo correctamente. Unos días después me envió un email para decirme que ya no tenía esa ansiedad por cambiar rápido y que empezó a hacerlo correctamente. A pesar de llevar nuestras manos unidas en el circuito no nos acabamos enamorando. Así que no nos creamos seguros de nuestras habilidades solo por tener el carné de conducir desde hace años y no haber tenido accidentes.