"Ésta es la última sentencia / que mandó Poncio Pilato, Presidente de Judea / y del Imperio Romano,/ de ejecutar a Jesús, / por revoltoso y por malo".

Este extracto del Sermón de la Pasión se escuchó por última vez en la localidad de Arahal a mediados de la década de los 50. Su lenguaje y estética literaria pasionista se insertaba dentro de los cantes conocidos como pregones, herencia de tiempos aquellos donde la campiña sevillana se regía por la difusión de hermandades franciscanas, de la Vera Cruz y de otras misiones. El sedimento musical andalusí y judío se sumaba a las arcaicas coplas de ánimas de madrugadas donde pregones como este último irían tornando en posteriores cantos conocidos como saetas antiguas.

Sería a finales del siglo XIX y comienzos del XX cuando se comenzarían a guardar y difundir las nuevas saetas flamencas, fruto de la expansión y estabilización de los cantes y el propio género. La participación de la cultura de la Semana Santa en el imaginario colectivo de Andalucía y otras regiones del sur provocaría una indudable adaptación de estos cantes a las nuevas modas, circunstancias y a la religiosidad popular. En un periodo de 15 años la Niña de los Peines pasaría de la rectitud de la saeta antigua a las modulaciones y otras exaltaciones estéticas barrocas de la saeta por seguiriyas. Jerez y Sevilla poseían la llave de la puerta de este cante.

Hace un año me encontraba un clip en Twitter subido por el usuario José Vega. El video pertenecía a un certamen de saetas promovido por la Hermandad de los Gitanos de Sevilla. Sobre el altar, y junto a las imágenes de dicha cofradía, una pequeña cancela de hierro servía de escenario para el cantaor Manuel Fernández El Borrico (Jerez, 1970). Aunque la apuesta de esta perfomance barroca no fuese por la pura estética, bien es cierto que todo comenzó a ser baladí en el momento en que el jerezano disparó con su garganta. Las ráfagas de cantes secas y directas retumbaban con el silencio de su propia voz en la basílica. El anillo de oro de su mano izquierda disponía a su antojo la velocidad e intensidad de su musicalidad gitana cual director de la Orquesta Filarmónica de Londres. Decía Tía Anica la Piriñaca que cuando cantaba a gusto, le sabía la boca a sangre. Lo cierto es que esta legendaria afirmación se hace más presente que nunca en los arañazos y desgarros que provoca el cante por saetas de El Borrico.

En ocasiones como esta es raro no desarrollar sinestesia, es decir, aquella capacidad de atribuir un sentido a una situación que no corresponde, pues el puñal por seguiriyas de El Borrico se transforma en la sinuosidad y el dinamismo del Cristo camino del Calvario de Tiziano, el descaro de las esculturas de Roldán y su predilecta o, por qué no, el espacio vacío del lienzo rajado de Fontana.

Dejando de lado la ortodoxia de la saeta flamenca, curiosamente no siendo esta más que una rebeldía popular de los cantos y pregones religiosos del XVII y XVIII, sería necesario añadir un candelero más a este quinario heterodoxo, recomendando así una vuelta de tuerca en torno a esta música.

En el Lunes Santo del año 2010, el ilustre cantaor Enrique Morente (Granada, 1942) esperaba la salida de la Virgen de la Amargura de la ciudad nazarí. Conocedor de toda la evolución musical de la saeta flamenca y atraído tanto por el contexto sociocultural andaluz como por las nuevas vías experimentales del sonido, llevaría a cabo junto a su familia un cante cuanto menos peculiar. A modo de coral polifónica, el grupo de cantaores y cantaoras entonaban la melodía de la marcha Amarguras de Font de Anta, musicada en esta ocasión por el propio Morente. La melodía se repetía a modo de estribillo entre las saetas que actuaban como estrofas. Fruto de su conocimiento y participación junto a los coros de voces búlgaras, la saeta por seguiriyas de Morente se apoyaba sobre un conjunto de voces melismáticas. El cante sereno pero flamenco emergía desde un sonido espectral e incluso espacial. Desde allí, la voz del cantaor reposaba, se paraba y ascendía en una atmósfera flotante y diáfana propia de sus experimentaciones musicales llevada a cabo en obras antes como Omega.

Me entristece pensar que desde su desaparición en el año 2010 ha sido y será difícil hallar nuevas miras en torno al cante por saetas en vivo. La conjunción de tradición y experimentación musical se daban en Morente con una naturalidad apabullante, lo que lo eleva a los altares de la música como uno de los referentes del género flamenco.

No cerraré este espacio sin una última recomendación de la tierra a modo de souvenir. A finales del siglo XX, el renovador del flamenco Juan Peña El Lebrijano (Lebrija, 1941) estrenaría su álbum Lágrimas de Cera, una interesante revisión de los sermones, pregones y saetas antiguas y flamencas donde hace un recorrido por la Pasión de Cristo y su religiosidad popular a través de sonidos flamencos experimentales. Curiosamente emplea el pregón pasionista de La Sentencia y las voces búlgaras en este juego de nuevas miras flamencas. Vamos a escuchar.