El otro día aparecí en este mismo periódico (y en Telecinco, aunque eso da igual) por ser uno de los viajeros afectados por la huelga de Ryanair. La peculiaridad estaba en sufrir la segunda cancelación en un lapso de cinco días, pero no hemos venido a hablar de la aerolínea, cuyos bajos precios tampoco justifican un modo de actuar más que reprochable. Esta última queja se me ha escapado. Será la última.

Canarias parecía ser un destino maravilloso. Dicen que se come bien, el clima es genial, tiene una orografía y un relieve más que curioso… No muchos lugares se antojaban más apetecibles que Las Palmas. Además, a los peninsulares, aquello de estar en una isla nos resulta muy exótico. Da igual que sea el mismo país y que la diferencia más recurrente y manida sea esa hora de menos, intrascendente salvo cuando acabamos de comernos las uvas en Nochevieja y allí aún aguardan con impaciencia el momento más esperado del mes.

Tampoco he venido aquí a hablar de las fabulosas islas; para eso tenemos ya a Ana Oramas en el Congreso de los Diputados. Ya saben ustedes cuál era mi segundo destino para estas vacaciones de verano y por qué me quedé en tierra, pero desconocen el motivo real por el que estoy redactando estas líneas tras volver a la rutina. Yo tampoco me lo hubiese imaginado cuando estaba en la cola del mostrador de Ryanair y unía fuerzas con otras viajeras frustradas. Prometo que no habrá más menciones.

Todavía no lo he dicho, pero iba con mi pareja. Buscar un plan alternativo era casi un castigo, incluso para dos personas a las que les encanta organizar escapadas. Coger un vuelo, como comprenderán, estaba descartado. La única opción viable era poner las manos en el volante y encontrar un lugar que mereciera la pena a no más de dos horas en coche. El jueves 30 de junio estaba ya perdido, claro. El “bolso pequeño”, como lo llaman por ahí, apenas iba a sufrir modificaciones. Eso lo sabían… hasta en Canarias.

La Sierra de Grazalema se impuso al resto de alternativas. La afrontamos sin mucha ilusión, como un mero pasatiempo para el fin de semana, y como vía de escape a una mezcla de estrés, rabia y frustración. Seguramente no sitúen Villaluenga del Rosario (no, no es Villanueva del Rosario) en el mapa. Es el pueblo más alto de la provincia de Cádiz y allí viven menos de 500 personas. No sé si tiene tantos atractivos como habitantes, pero son muchos los argumentos para visitarla: desde sus famosos quesos a las singularidades que ofrecen tanto el cementerio -se ha quedado pequeño y tratan de ampliarlo- como la plaza de toros -es la más antigua de la provincia, cuenta con un graderío de piedra local y tiene forma poligonal, no redonda-. Además, es el paraíso para los amantes de la espeleología.

Igualmente, pese a todo esto y el maravilloso entorno en el que se ubica, una vez llegados a Villaluenga tras un buen rato en carretera, todavía se me quedaba un poco corto si lo comparaba con el destino original. “Ni mejor ni peor, simplemente diferentes”, me repetía a mí mismo. “Hace 24 horas, en el aeropuerto, estabas peor”, incidía. Las estrategias de motivación eran similares a las de los últimos kilómetros de un maratón: absurdas y ridículas. La tranquilidad que ofrecía la piscina del alojamiento ayudó muchísimo para empezar a ver el panorama de otra manera, pero el cartel que había en la plaza (anunciaba algo parecido a una verbena para la noche siguiente) resultó cautivador.

Aunque las provincias son colindantes, dos malagueños de 25 años en una fiesta popular de un municipio con poco más de 400 residentes son como extraterrestres. Charo, una enfermera prejubilada que derrochaba simpatía e intensidad, fue la primera y gran anfitriona. Pidió permiso para compartir espacio y agradeció en repetidas ocasiones que la respuesta fuese afirmativa. Éramos dos personas para una mesa que debía ser para ocho o diez y había varias sillas libres, pero ella entendió aquello como un gesto muy noble y generoso de esa pareja de desconocidos a los que decidió bautizar como sus “niños”. Ejerció de madre, aunque ella insistía en que podría ser la abuela. También ofreció langostinos y pinchitos.

La fiesta acababa de empezar. Antes de la actuación de Los Vivos, un grupo pachanguero para el cual resulta difícil encontrar más adjetivos, La Chari (como la conocen en Villaluenga) decidió integrar con los veinteañeros del pueblo y alrededores (como Ubrique) a los dos jovenzuelos que se conformaban con un fin de semana romántico. Llegó Patri, que preguntaba de qué familia formaban parte los foráneos. Ella hizo de nexo con el resto del grupo, mayoritariamente femenino (a excepción de Fran). A las 00:00 horas celebramos el cumpleaños de Inés, a la que conocimos también minutos antes y acompañamos al día siguiente en la piscina municipal y en la casa de sus padres. Una tarta de galletas y chocolate puso punto y final a una experiencia con una gente majísima (fueron más, no solo los citados) a la que, seguramente, volveremos a ver.

Dice Ana Iris Simón que se arrepiente de la “condescendencia” que sintió hacia su pueblo al poner rumbo a Madrid. Si ella experimentó ese sentimiento, imaginen al que va un día desde la ciudad (sobre todo si es costera) para reconectar con la naturaleza y tener la tranquilidad que no encuentra de lunes a viernes. Llega, disfruta y luego reflexiona sobre lo aburridísimo que sería vivir en un lugar tan alejado de todo y, en muchas ocasiones, tan mal comunicado. Una visión sesgada e incompleta de una realidad que, en parte, es envidiable. Y no solo por tener a la inmensa mayoría de familiares y amistades a tiro de piedra, lo que genera un vínculo afectivo especialmente fuerte, sino porque los jóvenes de, por ejemplo, Villaluenga del Rosario ya piensan en comprar una casa o pagan cuatro duros por el alquiler de una vivienda que podría sumar los mismos metros cuadrados que varios estudios céntricos. Y no, no tienen más formación en materia inmobiliaria, como podría intuir Francisco de la Torre. ¿Quién debería sentir compasión por quién?