Suponga que está usted en un país en el que el Gobierno decide dar permisos masivos a 200 presos condenados a penas de hasta 10 años de cárcel porque, debido a las huelgas de los funcionarios de prisiones llevadas a cabo de forma constante durante los últimos años, las autoridades penitenciarias no están en condiciones de garantizar los servicios mínimos vitales para las personas privadas de libertad.

Suponga que la situación de riesgo para los presos, los conflictos y la tensión que se viven durante esas huelgas en los establecimientos penitenciarios son tales que las autoridades de ese mismo país deciden desplegar al Ejército para que se haga cargo de la custodia de los centros. Los internos permanecen la mayor parte del tiempo encerrados en sus celdas, sin poder disfrutar de las horas de patio, sin realizar talleres o actividades, con suspensión de las visitas (incluidas las de sus abogados) y recibiendo una sola comida al día. Tampoco pueden ducharse y no se les entrega ropa limpia. La última vez estuvieron así durante dos meses seguidos, entre mayo y junio de 2016.

Imagine que ese mismo país, que adolece de una sistémica falta de plazas carcelarias, decide bajar la tasa de población penitenciaria existente en cada centro no mediante la asignación de más recursos ni aumentando el número de funcionarios ni dignificando sus condiciones de trabajo, sino mediante una nueva regulación legal que reduce el requisito de tiempo de cumplimiento de la condena necesario para alcanzar la libertad condicional.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado en varias ocasiones al país al que nos referimos debido al trato dado a los internos. La última sentencia, dictada por la Corte de Estrasburgo el pasado 5 de septiembre, condenó a este Estado por la muerte de un preso de 31 años, aquejado de una enfermedad mental que era conocida por las autoridades penitenciarias, tras ser trasladado por la fuerza a una celda de aislamiento.

Una condena anterior, emitida el 16 de febrero de 2016, apreció la violación del artículo 3 de la Convención Europa de Derechos Humanos ("nadie puede ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes") en el caso de un preso al que se cambió 43 veces de prisión y que sufrió en distintos períodos un régimen de aislamiento.

Y ahora suponga qué respuesta habría que dar a ese país, que es Bélgica, cuando su Fiscalía pide a las autoridades españolas información detallada sobre las condiciones de encarcelamiento que tendrían el expresidente catalán Carles Puigdemont y los ex consejeros que se encuentran huidos en Bruselas en el caso de que sean entregados a España.

Las autoridades belgas quieren saber el nivel de ocupación de la cárcel a la que iría Puigdemont, si podría ser sometido a aislamiento, la calidad de la comida y de la asistencia médica, el régimen de visitas o la posibilidad de realizar actividades recreativas o de utilidad.

Les hubiera bastado con ver el reciente informe realizado sobre las prisiones españolas por el Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) del Consejo de Europa, hecho público precisamente este jueves, y cotejarlo con el último informe similar realizado en 2013 sobre Bélgica, en el que se pone de manifiesto un índice de superpoblación carcelaria que en varios centros ha hecho que los presos tengan que "dormir sobre colchones puestos en el suelo". Un simple contraste: la cárcel de Estremera, en la que se encuentran seis exconsejeros de Puigdemont y a la que él mismo iría, tiene 1.214 plazas (con ducha individual y televisión), aunque no hay más que 1.071 internos. Dispone de talleres ocupaciones, biblioteca y polideportivo. No es sólo el caso de Estremera. En términos globales, la tasa de ocupación carcelaria en España es del 84,2 por ciento, mientras que la de Bélgica es del 110 por ciento.

Me gustaría dejar claro que la petición de información de las autoridades belgas me parece muy bien, no ya por el repasito que legítimamente les podemos dar en este aspecto sino, sobre todo, porque en un Estado de Derecho las condiciones en las que se cumplen las medidas de privación de libertad son relevantes -muchísimo- y cualquier chequeo debe ser bien recibido. Al fin y al cabo, el valiente Puigdemont y compañeros dados a la fuga cumplirían condena en España, no en Bélgica, por lo que importa el estado de nuestro sistema penitenciario.

Lo único que pido es que los jueces y fiscales belgas no apliquen a España un canon más severo que el que ellos mismos siguen cuando se trata de las prisiones de su país, no vaya a ser que vean la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Porque lo que está claro es que la Justicia belga, que se pone tan exquisita con las eurórdenes españolas, envía con bastante tranquilidad a sus reos a las cárceles belgas ya descritas.

Si ustedes tienen la curiosidad de abrir la página web del Comité europeo de Prevención de la Tortura encontrarán que la última noticia relacionada con Bélgica se refiere a la "declaración pública" aprobada hace tan solo cuatro meses en aplicación del artículo 10.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, un mecanismo excepcional que se adopta cuando el CPT, después de varios años de avisos y peticiones, llega a la conclusión de que el Estado miembro incurre en una seria falta de cooperación o es renuente a mejorar las insuficiencias detectadas ni más ni menos que en una materia tan importante como el trato a los presos.

Bélgica comparte la lamentable distinción de haber sido destinataria de una "declaración pública" del CPT con Bulgaria, Turquía, Grecia y Rusia. Pero, en el caso de los belgas, el Comité para la Prevención de la Tortura llega a afirmar que "durante sus visitas a los 47 Estados miembros del Consejo de Europa en los últimos 27 años, el CPT nunca ha observado un fenómeno similar".

Se refiere a la incapacidad de la Administración belga de garantizar los "derechos básicos de los presos", desde su seguridad personal hasta un trato "digno y humano", durante los períodos de huelgas de funcionarios que de vienen produciendo ¡desde 2005! Es un "excepcionalmente serio problema que no debería producirse en un Estado miembro del Consejo de Europa", dice el Comité.

Hay buenos motivos para que Europa no pierda de vista a Bélgica. Desde luego, por sus deficiencias legales y penitenciarias (ellos sí las tienen) pero también porque lo que en el caso Puigdemont está en juego es la credibilidad del llamado 'tercer pilar' de la Unión Europea, uno de cuyos instrumentos básicos es la euroorden. El anuncio de que Bélgica dará una "importancia particular" a si la entrega a España del presunto autor de un gravísimo delito de rebelión puede suponer "una infracción de los derechos fundamentales" no debe preocupar en lo que supone de escrutinio del sistema español, pero sí por la actitud de unas autoridades que, al menos en este ámbito, pueden dar pocas lecciones.