
Vista de la última entrevista de Mario Vargas Llosa con este periódico.
Retrato íntimo de Mario Vargas Llosa: en el monasterio de Leyre, en su biblioteca en casa de la Preysler... y verduras de regalo
–La entrevista no puede alargarse mucho. Don Mario está cansado por los gazpachos.
La frase no es exacta, pero fue más o menos así. La pronunció quien me acercó al Nobel por primera vez. Estaba el escritor encerrado en una clínica –voluntariamente– donde se alimentaba sólo de brebajes.
–Son gazpachos sin calorías, pero estoy bien.
–¿Y están buenos, don Mario?
–Está bueno, está bueno –y soltó una de esas carcajadas conquistadoras de las suyas.
–Estará usted descansando, por lo menos.
–No crea. Sólo a medias. Porque esta especie de ayuno lo combinan con deporte.
–Eso es una escabechina.
–¡Y vengo aquí desde hace veinte años!
–¡Es terrible!
Era la habitación 208 de esa clínica marbellí donde buscaba la longevidad de cuerpo y cabeza. Los genios hacen cosas raras. Los genios con dinero hacen cosas muy raras.
Treinta minutos. Ni uno más ni uno menos. Las instrucciones para la entrevista fueron como la receta de un buen gazpacho: amables, exactas e ineludibles.
Vargas Llosa interrumpió sus vacaciones –era el mes de agosto de 2014– porque quería decir algunas cosas sobre el nacionalismo catalán, que empezaba a recorrer los inescrutables caminos de la inconstitucionalidad.
Entrevistar así a Vargas Llosa por primera vez fue una cabronada. Ocurría con él algo absurdo en España. Algo de lo que teníamos la culpa tanto nosotros –los periodistas– como él. A Vargas Llosa le apasionaba tanto el debate político que acababa siendo el gran entrevistado de los periódicos ante hechos de naturaleza electoral. Y eso, por decirlo con Zabalita, jodía la posibilidad de adentrarnos en la mente del escritor.
Lo que deberían haber sido siempre conversaciones en la catedral se convertían por extraño suceso en conversaciones en el colegio electoral. No todas, pero sí muchas.
¡Qué castigo tenerlo delante y preguntarle por Cataluña cuando esas eran las manos que habían escrito los libros que a millones de personas en el mundo nos hacían tan felices! No quiero decir que entrevistar políticamente a Vargas Llosa fuera sólo una cabronada. Porque, al tratarse de un narrador, él siempre acababa contando una historia. Y aquel día, el día del primer encuentro, me contó sus años de Barcelona.
Dijo que, sin duda, los de 1970-1974, habían sido unos de los años más felices de su vida. La llegada a Barcelona, los nuevos amigos, la idea de Europa. Definió esa ciudad como una especie de limbo a medio camino entre la libertad y la dictadura; como una especie de pasadizo que conectaba la dictadura con la democracia.
Lo dijo exactamente con estas palabras: “Hubo un reencuentro entre escritores españoles y latinos que, desde el fin de la Guerra Civil, habían estado dándose la espalda. Hubo un clima predemocrático muy interesante. Hubo una apertura cultural, no política, que Barcelona aprovechó más que ninguna otra ciudad española. Allí se tenía la sensación de estar en Europa. Se podía percibir que de los cambios que iban a venir, los culturales ya habían llegado”.
Después, me contó algo que no creí entonces y que todavía hoy me cuesta creer. Probablemente, se trate de una incredulidad generacional. Prometió y reprometió Vargas Llosa en esa entrevista que, en esos años de Barcelona, no conoció a ningún nacionalista.
–Don Mario…
–Le prometo que no estoy exagerando.
–¿Lo dice en serio?
–Le aseguro que no conocí a ningún nacionalista. Tuve muchísimos amigos catalanes. Me acuerdo de Barral, Castellet, Gil de Biedma, Marsé... Podría citar muchísimos. Y no vivía en un gueto latinoamericano. Todos ellos eran demócratas y grandes enamorados de su tierra. Escribían en catalán, pero no eran nacionalistas.
No bebió gazpacho durante la entrevista, así que quizá no estuvieran tan buenos. Sí guardó varios silencios entre respuesta y respuesta, lo que me hizo temer un desfallecimiento. Pero luego volvía con esa carcajada larga, que también era, estoy seguro, una manera de transmitir tranquilidad a los entrevistadores más jóvenes, que llegábamos con grabadora temblorosa al encuentro de un Nobel.
Sus amigos catalanes hacían campaña y luchaban por la música y la literatura en catalán, cosa que a Vargas Llosa le parecía bien y que apoyaba. Dijo que era lo natural hacerlo, que encajaba con su ideal de libertad. “Todos ellos apoyaban la democracia, pero una democracia para toda España”, remató antes de catalogar como “burgueses y anticuados” a los nacionalistas que vio alguna vez, pero que no trató.
Visto con retrospectiva, ahora que vuelvo a esa entrevista, Vargas Llosa no acertó. O quizá lo hizo a propósito, consciente de que manifestar confianza pública en algo es la mejor manera de defender políticamente ese algo. Insistió en que el “seny” no era una fantasía ni un tópico, sino un espíritu pragmático que él había conocido de primera mano en sus años locos de Barcelona.
En lo que sí acertó don Mario fue en la dentellada del tigre. Eran esos días en que Artur Mas y sus consejeros –los sucesores del pujolismo– agitaban el fantasma del independentismo sin haber sido antes independentistas para tapar la corrupción. Vargas Llosa dijo que el tigre devoraría a quien estaba intentando domarlo y que era muy peligroso utilizar la ruptura como chivo expiatorio. Acabamos hablando de ”la fiesta del chivo expiatorio”.
Segundo acto: las verduras
Por mantener la dieta, la siguiente vez que vi a Vargas Llosa le llevé una bolsa de verduras. Había dejado el periódico y trabajaba en el lado oscuro. Organizaba el think tank donde yo trabajaba un acto en Pamplona contra el nacionalismo. ¡Y dale con el nacionalismo! Y yo que quería hablar con don Mario de literatura.
El caso es que mi jefe me encargó, en calidad de anfitrión, que estuviera un poco pendiente de las andanzas del Nobel en la ciudad, adonde llegó acompañado de su –ya por los pelos– mujer, Patricia Llosa. Al día siguiente, al devolverlos a Madrid, saltó la noticia de lo de la Preysler. Pero voy paso a paso.
Mi jefe me encargó que agasajara a Vargas Llosa sin un duro. De hecho, encontramos los sillones para el acto que iba a protagonizar el Nobel en casa de unos amigos. Esos amigos tienen hoy los sillones firmados por un Nobel y por Carlos Herrera, que era el otro orador. Creían nuestros amigos que nos hacían el favor con los sillones y les devolvimos unos sillones que valían el doble.
¿Qué coño le compras a un Nobel que valga poco dinero y que quede bien? ¿Un libro viejo? ¿Una botella de vino de una marca que no conozca y que dé el pego hasta que se lo beba? ¿Un pañuelico de San Fermín con el nombre bordado?
Lo del pañuelico era la mejor idea, pero me acordé de su foto en el Café Iruña, el de Hemingway, donde aparecía nuestro Nobel siguiendo los pasos de aquel otro Nobel bailando con una alcaldesa y ya con un pañuelico anudado al cuello. Así que me fui a una frutería y pedí las mejores verduras.
Con la bolsa de plástico y unos puerros enormes que sobresalían por fuera, toqué a la puerta de la habitación del hotel. Abrió don Mario, que a punto estaba de echarse la siesta. Él tenía un gran control de sus gestos, era un hombre miles y miles de veces televisado, pero aun así se le escapó el desconcierto por algún sendero de las mejillas.
Creo que le hizo ilusión lo de las verduras. Apareció otra de sus carcajadas y, contraviniendo la norma elemental del periodista, le pedí que nos hiciéramos un selfi. Tanto nacionalismo y tanta vaina, ¡algo tenía que llevarme! Dejé por el suelo los espárragos, los puerros, las judías verdes… Y nos fotografiamos. Luego le di la bolsa y escuché que le decía algo a Patricia. Supongo que debió de ser así:
–Mario, ¿quién era?
–El frutero.
Con Patricia, en aquel viaje, tuve un trato más intenso. Era y es encantadora. Estaba a punto de quedarse soltera. Yo, claro, no lo sabía. Y ella no sé si lo sabía. Fuimos a visitar el Museo de la Universidad de Navarra, arte contemporáneo, y Mario, como le sucedía en estos casos, fue engullido por una nube de autoridades que quería agradarle.
Me quedé con Patricia, como dos novios, algo más rezagados los dos, y fuimos comentando lo que veíamos. Estaba encantada de visitar el norte porque tiene ascendencia vasca, su segundo apellido es Urquidi. Y así pasamos la mañana, hablando de sus ancestros, ella contando historias, ella con la mirada vigilante. No inquisitiva, pero sí supervisora de la salud de su marido. Culta, cálida, conversadora.
Al día siguiente, me desperté con esa exclusiva en las portadas, lo de Vargas Llosa y la Preysler.
¡Joder! ¿Quién se quedó la verdura?

Selfi a cambio de verduras.
Tercer acto: al fin, la literatura
El siguiente rato con el Nobel, dada la trayectoria de nuestra relación, tenía que ser en casa de Isabel Preysler. Allí no me atreví a llevar nada más allá de mi cuestionario y unas cuantas novelas para que me las firmara. Tenía la sensación de que iba a ser la última vez. Y lo fue.
Había publicado don Mario Tiempos recios y ya había pasado tiempo suficiente como para que lo suyo con la civilización del espectáculo fuera más o menos eso: un tiempo muy recio. Vi un hombre aislado en una biblioteca preciosa, de madera, como las británicas, pero con la inmensa luz que le proporcionaba el ventanal. Era la planta baja, junto a la piscina y el jardín.
En aquel lugar se juntaban los libros de Vargas Llosa con los de Miguel Boyer, el anterior varón de la casa, y eso conformaba un fondo muy completo: el ensayo, la Historia, la Economía, la Política, la Literatura.
Costó encontrar al Nobel. Primero, porque a Silvia P. Cabeza –mi compañera fotógrafa– y a mí, los vigilantes de seguridad nos confundieron con unos paparazzi y amenazaron con echarnos de la urbanización.
Nos miró de reojo Isabel Preysler, que salió conduciendo un cuatro por cuatro. Se abrió al fin la puerta y echamos a andar por un jardín que era más grande que Pamplona. Nos recogió el servicio en la cima de ese terreno inclinado y nos llevó junto a Vargas Llosa, al que vimos desde el ventanal sin que él se diera cuenta. Sentado, leyendo. En una imagen imborrable, mejor que cualquier novela dedicada. Con su camisa azul celeste y su chaleco azul marino. Me recordó, no sé por qué, al caminante sobre el mar de nubes de Friedrich.
Mario Vargas Llosa, por si no ha quedado claro hasta ahora, era un caballero antiguo. Un chaval pobre que había adquirido a base de premios los modales exquisitos de la aristocracia francesa y los tenía sin las barreras que ponen los aristócratas franceses.
Sabía ser cariñoso y distante al mismo tiempo, atento y exigente, pedagógico y paciente. Procuraba en todo momento que el vértigo que genera la admiración por su obra no interfiriera en la conversación, fuera cual fuera el perfil de sus visitantes. Era también muy atractivo. Cinco minutos de entrevista eran suficientes para explicar su currículum amoroso. En lo físico y en lo intelectual. Un seductor.
A mí, en cuanto me sentaba en frente, se me aparecían las complejidades de esa novela monumental que es Conversación en la catedral. También la sencillez directa y abrumadora de su primera La ciudad y los perros. Pero no se lo decía mucho para no aburrirle e iba al grano. A las puñeteras elecciones, al nacionalismo dichoso, a los partidos… Esta última vez sí hubo hueco para la literatura, la vida, el retiro, la muerte.
Empezamos hablando del monasterio de Leyre. Otra vez Navarra. Joder, a ver si iba a tener razón Gustavo de Maeztu: “¡Navarra es más grande que Jerusalén!”. Me había contado un amigo que se había enterado de que Vargas Llosa se encerraba allí para escribir y meditar. Era el síntoma de un hombre que huía. En los monasterios suelen encerrarse los hombres que huyen.
Yo lo miraba allí, sentado ante esa gran biblioteca, en uno de esos sofás tan mullidos que provocan hundimientos más profundos que el del Tercer Reich, a la luz amarilla de una lámpara de pie, y después lo imaginaba en la celda de Leyre, entre las paredes de piedra, en maitines, en el silencio del día y de la noche.
Copio aquí sus palabras: “El retiro es, más bien, una experiencia que te hace retraerte en un mundo interior. Es como quedar sumido en la gran tranquilidad… Las cosas pierden actualidad. Todo es más permanente, más profundo, se percibe con nitidez la belleza del lugar… Esa rutina tan estricta a la que están sometidos los monjes… La espiritualidad que se respira estimula muchísimo la reflexión. Vas allí para olvidarte del mundo y concentrarte en cosas que, generalmente, no te preocupan. De pronto, aparecen las grandes preguntas”.
Estaba Vargas Llosa como estaba Antonio Machado, en lo de los días azules y el sol de la infancia. Estaba todavía muy bien: vigoroso, lúcido, pero consciente de sus ochenta y tantos. Era como si hubiese decidido afrontar ese regreso a la infancia con voluntad de comprenderlo, de atravesarlo con la misma intensidad con la que había atravesado las demás etapas.
Entonces, el escritor se puso a hablar de cuando tenía 22 años y llegó a España por primera vez para hacer los cursillos de doctorado en la Complutense. Encontró un país pobre. La transformación de España se hizo casi paralelamente a la transformación de Vargas Llosa. Aquel estudiante podía recorrer todavía, pese a tanto tiempo transcurrido, el Madrid de Galdós y el Madrid de Baroja. También recorrió las huellas de la guerra en las trincheras de la Ciudad Universitaria.
Le pedí que me resumiera en un par de anécdotas cómo era aquella España y lo dijo con una sola frase: “Tenías todo el tiempo la sensación de no saber lo que pasaba”. Lo que realmente pasaba. Se aficionó Vargas Llosa a la Revista de Occidente de Ortega. De pronto, la cerraron sin explicación. Él preguntó, intentó enterarse, pero nada supo. Nada le dijeron.
El Gobierno iba a exhumar a Franco y hablamos también de eso. Las dictaduras de Latinoamérica –me explicó– no duran tanto. Pero todas las dictaduras, largas y cortas, han alumbrado grandes escritores. ¡No es poco! Y nos reímos.
Sólo hubo una pregunta que rehuyó en cierto modo. Le pregunté si ponerle el pecho a la política durante tanto tiempo, si implicarse tan frontalmente, le había robado la posibilidad de armar más y mejores novelas. No contestó de forma clara, pero deslizó que no podía sustraerse de eso que él llamaba a las claras “la defensa de la libertad”. No conseguía enfriar ese fusible que chispaba cuando una causa injusta le merodeaba.
Lo intenté de otra manera.
–¿Queda en usted algo del “camarada Alberto”? –porque el furor político de Vargas Llosa fue igual de grande en sus años de comunista.
–Queda poco, quizá la gran preocupación por la política, por el futuro de las sociedades. Eso me marcó mucho cuando era joven y sigue existiendo en mí. Pero la ingenuidad de creer que la democracia era simplemente la máscara de la explotación, ¿quién se lo cree hoy en día? Han fracasado las revoluciones, prácticamente sin excepción. No hay otro camino que la democracia para que un país se desarrolle. Tiene defectos que debemos superar, pero es un sistema abierto que avala la autocrítica permanente.
Pienso, ahora que no está, que hizo lo difícil. Habría sido más fácil resguardarse en la equidistancia y disfrutar de su éxito. Para él, seguro, hablar de política también era un engorro, pero resultaba un deber moral. Acertó y se equivocó, como cualquiera. Pero creo que él sentía que acertaba atreviéndose.
Su muerte nos ha enseñado una cosa más: muchos se han apresurado a criticarlo por las ideas que defendía. “Pese a que no comparto lo que decía, era un gran escritor”. ¿Qué importa lo primero? ¡Qué importa lo que compartamos con el escritor al que leemos!
La última vez que hablé con Vargas Llosa fue a raíz de una entrevista que publiqué con otro gran escritor, su paisano Alfredo Bryce Echenique. Me había prometido el viejo Bryce que ya no escribiría nunca más, que el tomo de memorias que acababa de lanzar era su despedida definitiva. Fue en el Hotel Wellington, de Velázquez, ante un vaso de un alcohol fuerte, creo que whisky. Y me dio la verdadera sensación de que Bryce se despedía. Jamás imaginé que Vargas Llosa moriría antes.
Me dijo Vargas Llosa que estuviera tranquilo, que pronto podría volver a leer a Bryce, que esa despedida era un cuento, que los escritores de verdad escriben hasta el final. Hasta el último día de su vida si la vida se lo permite. A Mario Vargas Llosa, la vida no le dejó escribir hasta el final, pero él escribió hasta el último día que pudo.
Pienso que no creía en Dios, pero tampoco negaba tajantemente la posibilidad de lo sobrenatural. La mínima duda estaba en sus viajes al monasterio de Leyre. Es raro que Vargas Llosa se haya muerto. Tenemos tantos libros suyos en la biblioteca… Lo veo sentado, al otro lado del ventanal de la vida, con la camisa color del cielo, leyendo un libro muy largo. Interminable. Haciendo la literatura del fin del mundo.