El mundo no se muere, se nos muere. No es lo mismo.

Porque el mundo que se extingue no es una esfera abstracta girando en el vacío. Es el que llevamos grabado en la piel y en los recuerdos: las estaciones predecibles, los inviernos con su hálito blanco, los corales que brillaban como catedrales sumergidas. Es la voz del río de la infancia que ya no canta, es la brisa que tenía nombre y ahora trae fuego.

Lo que se disuelve en esta hecatombe no es sólo biodiversidad, ni sólo estabilidad climática. Es un modo de habitar el planeta. Una forma de pertenencia que se rompe.

Y como en todo quiebre profundo, lo que emerge es la evidencia científica y el duelo. Una tristeza antigua y nueva, con nombre propio: duelo ecológico.

Durante años, la ciencia ha cumplido su papel como oráculo frío y preciso. Nos ha mostrado gráficas, ha hilado proyecciones, ha afinado modelos matemáticos con la puntería de un arquero cósmico. El aumento de CO₂, la acidificación de los océanos, el deshielo del Ártico.

Datos. Cifras. Curvas ascendentes. Mas, en medio de ese rigor —necesario e irrenunciable— comenzamos a escuchar otro rumor: el llanto íntimo de una especie que asiste al derrumbe de su hogar.

Lo podíamos llamar ecoansiedad. Otras veces, solastalgia, ese neologismo tan bello como terrible que alude a la angustia provocada por la transformación de un entorno querido. No hace falta estar en el Amazonas ni contemplar los incendios australianos desde primera línea: basta vivir en una ciudad donde el calor ya no da tregua, donde los pájaros han migrado antes de tiempo, donde el horizonte ha perdido su silueta familiar.

La psiquiatría comienza a reconocer estas formas de dolor como reacciones legítimas. Y la biología, con su paso más calmoso, se suma a esa mirada humana. Porque el duelo ecológico no es simplemente una emoción; es una respuesta adaptativa, profundamente anclada en nuestro progreso.

Como animales sociales que somos, programados para cuidar de nuestra tribu, ahora nuestra tribu se extiende a la biosfera entera. El planeta se vuelve parte del cuerpo. Y duele cuando sangra.

Pero este dolor —y he aquí su paradoja— puede ser fecundo.

A principios del siglo XXI, un grupo de neurocientíficos del Instituto Max Planck publicó un trabajo que parecía hablar de otra cosa, pero que hoy resuena como profecía: observar el sufrimiento de otros activa las mismas regiones cerebrales que el dolor físico. Y más aún si ese otro nos importa.

Es decir, el dolor empático no es un lujo de los poetas: es una arquitectura cerebral que nos empuja al cuidado. Lo que sentimos frente a la imagen de un oso polar famélico o un bosque calcinado no es mera culpa. Es biología pura, empapada de historia evolutiva.

La ciencia emocional ha comenzado a iluminar este terreno con herramientas que antes pertenecían a la filosofía o la literatura. Estudios recientes demuestran que los pueblos indígenas del Ártico, enfrentados a un deshielo sin precedentes, sufren pérdidas materiales y un quebranto espiritual: ya no reconocen su lugar en el mundo. Y con ello, pierden también el hilo de su identidad.

¿No es esto, acaso, lo que muchos sienten —con o sin palabras— al ver que los veranos se tornan eternos, que los glaciares son ya reliquias, que los ritmos naturales que nos daban sentido se descosen como una vieja sinfonía desafinada?

Y, sin embargo, entre tanto colapso, algo hermoso se gesta. Un renacimiento de la conexión.
Mientras los algoritmos modelan escenarios distópicos y los informes parecen sentencias, miles de personas comienzan a hablarle otra vez a la Tierra.

Desde la ciencia del comportamiento hasta la etnobiología, crece el interés por comprender esa ligadura que durante siglos despreciamos en nombre del progreso: la de los humanos como parte del entramado natural, no por encima de él.

Poco a poco vamos demostrando que quienes desarrollan un vínculo afectivo con los ecosistemas —quienes caminan por los bosques, cultivan un huerto o simplemente observan el cielo con devoción— tienden a adoptar estilos de vida más sostenibles. La conexión emocional no es un accesorio: es el motor de la acción. El duelo, en este caso, puede ser semilla.

Porque sólo cuida quien ama. Y sólo ama quien se siente parte.

¿Podemos, entonces, transformar esta herida en un canto? ¿Puede la ciencia —tan rigurosa, tan noble— dialogar con la emoción sin perder su exactitud?

La respuesta es sí. Y debe. Porque lo que está en juego es la verdad y la esperanza.

La neurociencia nos ha enseñado que el dolor, cuando se comparte y se nombra, se mitiga. La ecología profunda nos recuerda que no hay salud humana sin salud del planeta. Y las ciencias cognitivas, que las historias que nos contamos influyen en cómo actuamos.

De ahí que necesitemos nuevas narrativas. Una ciencia con alma. Un discurso que no sólo advierta, sino que abrace. Que combine el dato con el susurro, el paper con la plegaria laica, el modelo climático con el arte de mirar al mundo con asombro.

Hoy, más que nunca, necesitamos científicos que no teman llorar ante un glaciar que se rinde.
Necesitamos poetas que dominen el lenguaje de la termodinámica. Y ciudadanos que comprendan que salvar el planeta no es una causa altruista: es un acto de supervivencia compartida.

Porque el mundo no se muere. Se nos muere. Y en ese “nos”, quizás, está aún la salvación.