Hay una belleza antigua, casi olvidada, en las preguntas sin respuesta. No en las certezas —que suelen envejecer como el hierro expuesto al salitre— sino en las preguntas abiertas, en los silencios que las sostienen como un candelabro de sombra.
La ciencia y la religión —esas dos formas humanas de mirar el abismo— no son enemigas. No lo fueron nunca, en el fondo. Lo que ocurre es que hablan lenguajes distintos. La ciencia pregunta cómo. La religión creo que inclina por el porqué. Y aunque sus caminos parezcan cruzarse en las noches tormentosas de la historia, cuando los hombres han quemado libros o condenado a sabios, lo cierto es que ambas nacen del mismo lugar sagrado: la incertidumbre.
Yo soy ateo. No un ateo militante, de esos que convierten la incredulidad en dogma. No me seduce la arrogancia de quien se siente dueño de todas las respuestas. No podría. He dedicado demasiadas madrugadas a leer sobre física cuántica, sobre la fragilidad asombrosa del átomo y las defensas humanas como para no entender que el misterio sigue ahí, intacto, casi inabordable.
Si me has leído durante los últimos años sabrás que mi ateísmo se tambalea cuando aparece el número pi. Su presencia en lo ínfimamente pequeño y lo inmensamente grande siempre me ha generado la duda que materializo en dos preguntas:
¿Son las matemáticas una huella divina o sólo un lenguaje inventado por cerebros evolutivamente hábiles? ¿Es el número pi —infinito, inasible, inacabable— un mensaje de un dios escondido o un espejismo de nuestra propia necesidad de eternidad?
La ciencia no puede —ni debe— responder a eso. La Religión, quizá sí. Y es ahí donde ambos caminos se separan. No por enfrentamiento. No por desprecio. Si no porque están destinados a buscar en direcciones distintas.
Los hombres de ciencia —entre los que me cuento— trabajamos sobre la duda metódica. Construimos modelos que explican provisionalmente el mundo. Y luego, los remodelamos, o incluso destruimos, cuando un dato nuevo asoma. Somos como esos monjes medievales que copiaban manuscritos sabiendo que algún día se desharían en polvo. Pero seguimos escribiendo.
Las personas de fe —a quienes respeto— caminan con una brújula interior que no siempre responde a las reglas de la lógica experimental. No buscan pruebas: buscan sentido. Y eso —aunque a veces nos duela admitirlo a los científicos— también es profundamente humano.
Hay un relato que me gusta recordar cuando pienso en todo ello. Cuentan que Albert Einstein —ateo declarado, pero espiritualmente inquieto— solía decir que "Dios no juega a los dados con el universo".
El sabio melenudo no hablaba de un dios con barba, sentado en las nubes. Él se refería a un orden profundo, una armonía secreta, una música de esferas. Era su manera poética de decir que el mundo no puede ser sólo caos. Que debajo del azar debe haber algún tipo de partitura.
Y quizás tenía razón. O no. Mas su duda era bella.
He aprendido —con los años, con los libros y con las conversaciones nocturnas con creyentes sinceros— que el mayor error de la Ciencia no está en negar a Dios. Está en burlarse de Él. En creer que las ecuaciones lo anulan, como quien borra un nombre escrito en la arena. Eso es intelectualmente pobre y, además, un gesto infantil.
Te repito, la ciencia y la religión no son enemigas. Son dos maneras de habitar el asombro. Dos formas de mirar al cielo. Una pregunta por la materia; la otra, por el espíritu. Y ambas, si son honestas, se encuentran tarde o temprano en el mismo lugar: la humildad.
Porque, en el fondo, ¿qué sabemos? Apenas nada. El número pi sigue desplegándose, con sus infinitos decimales, en un murmullo cósmico que nadie ha terminado de descifrar. La materia oscura se pasea por el universo sin darnos pistas. La conciencia humana sigue siendo un enigma más grande que cualquier fórmula.
Y quizás —sólo quizás— eso es lo que nos hace verdaderamente humanos: no las respuestas, sino las preguntas.
Por eso —y termino aquí esta confesión atea, pero asombrada— me gusta pensar que la ciencia y la religión son como dos viajeros en la misma carretera nocturna. Uno mira las señales luminosas que bordean el camino. El otro mira las estrellas. Pero ambos caminan. Ambos buscan. Y ambos, de alguna manera secreta, se saludan en la oscuridad.
Tal vez Dios —si existe— no sea un anciano de barba blanca ni un matemático escondido en los números primos. Tal vez sea, simplemente, la pregunta más hermosa que nos hemos atrevido a formular.
Y eso —me creas o no— basta para justificar toda una vida de búsqueda.