Teóricamente, la población más joven está protegida de los horrores de las guerras. Teóricamente, sí. Siempre se escucha que su seguridad es prioritaria en esos que en lenguaje políticamente correcto son denominados conflictos armados, en esos que riman con tiros, sangre y muerte, sin posible dulcificación alguna.
La realidad es que la infancia ha sido históricamente una de sus principales víctimas. Lo contó la fundación Save the Children en su informe de octubre de 2024: más de 31.000 casos documentados de violaciones graves contra niños y niñas en zonas de conflicto. Esa cifra relativa a 2023 —la mayor contabilizada hasta la fecha— se resumía en una media de 86 delitos diarios contra las y los más pequeños.
De ese año podía afirmarse otra atrocidad: 473 millones de niños y niñas vivieron en zonas de guerra. Concretando, el 19% de la población infantil mundial, con los conflictos de Gaza y Sudán echando más leña a este fuego.

Reuters Rugombo
UNICEF ya había dado una voz de alarma espeluznante en junio de 2023. Entonces, prácticamente gritó al mundo que, entre 2005 y 2022, las Naciones Unidas habían verificado 315.000 violaciones graves de los derechos de la infancia en situaciones de conflicto: más de 120.000 muertes o mutilaciones, 105.000 casos de reclutamiento o utilización por fuerzas o grupos armados, más de 16.000 de violencia sexual y 32.500 secuestros.
Lo gritó UNICEF. Y una tiene la tentación de preguntar: "¿Hay alguien ahí?, ¿alguien que lo haya escuchado?". Y después de las llamadas de atención, ¿alguien ha notado un cambio?, ¿alguien ha oído discursos institucionales con el foco puesto en estos millones de niñas y niños? Las cifras son como para pensarlo. O al menos para recordar que la situación debería ocupar un lugar prioritario en la agenda política internacional. Y desde luego contar con un presupuesto especial para la protección infantil, muy idóneo, toda vez que se ha abierto el debate del rearme.
Observando los datos anteriores, es posible afirmar que casi uno de cada seis menores vive en zonas de conflicto. Y la gravedad de esos porcentajes va más allá de heridos o muertes; el resto no sale indemne. Otras consecuencias son devastadoras. Y es que la exposición constante a la violencia y a la inestabilidad que lleva aparejada incide muy negativamente en el desarrollo físico, emocional y psicológico infantil.
Imaginemos nuestras familias. Es sencillo entender cuáles serían las secuelas de una situación similar a la que viven en Ucrania, en Gaza, en Siria… Traumas profundos, para siempre, por perder colegios, por perder familiares, amigos… traumas con repercusiones sociales, posibles generadores de un modelo que perpetúa la violencia e introduce, genera o acentúa la espiral de la pobreza.
Si este mapa no entiende de fronteras de género, porque las lacras afectan de manera generalizada a toda la infancia bajo el umbral de las armas, sí podemos hablar de riesgos inherentes a las niñas que habitan estos entornos. En concreto, es específico un tipo de violencia ejercido contra ellas, que de manera sádica les inflige, no la guerra, sino sus protagonistas: la sexual. Está muy documentada, por ejemplo, en la República Democrática del Congo, y no solo la de las niñas, sino la de las mujeres en general.
La sexual es un tipo de violencia, pero lo es también la relacionada con el abandono de la educación o la prohibición de la misma. Y en este contexto, es ya bien conocido el caso de Afganistán, donde el régimen talibán no consiente la educación a las mayores de 12 años que, en ocasiones, se refugian en la clandestinidad para cometer el delito de seguir formándose.
La situación se agrava con la nueva era Trump y sus recientes recortes en la financiación internacional de programas sociales y educativos, que impactan directamente en las generaciones infantiles actuales y venideras. Por ejemplo, en Mozambique, donde más del 12% de la población convive con el VIH, la retirada de esos fondos podría significar un retroceso en los avances logrados en la lucha contra el virus, afectando especialmente a mujeres embarazadas.
Nadie dijo que combatir la situación sea sencilla. En primer lugar, porque no lo es acabar con las guerras. En segundo, porque tampoco lo parece lidiar con la soberanía de un país y sus instituciones. Pero la presión pública se impone y es posible. Bien sea a través de testimonios de niñas y niños afectados. Bien a través de las redes sociales, hoy grandes aliadas para concienciar.
Por supuesto, se requiere otra clase de política… u otra clase de políticos comprometidos con la causa. No todo vale. Y son imprescindibles acuerdos de foros internacionales. Como también lo es alentar el sistema de denuncias, cuando se detecten incumplimientos de acuerdos y seguridad. Hay que remitirse al Objetivo de Desarrollo Sostenible número 17, ese que habla de las alianzas tan necesarias, aquí dirigidas a la protección infantil en conflictos armados, asegurándose siempre de dotarles de lugares seguros, como es el caso de las escuelas en campamentos de refugiados y zonas de conflicto.
Pero hay que ser capaces de integrar en estas alianzas, demandas y peticiones a empresas que pueden cooperar con las ayudas públicas o con las organizaciones no gubernamentales. Y todo ello asegurándose de que ningún fondo es entregado a países o instituciones que no garantizan esos derechos. Como hay que asegurarse de las imputaciones a los responsables de crímenes de guerra contra la infancia.