El investigador Alejandro Pedregal ha publicado 'Incendios'.

El investigador Alejandro Pedregal ha publicado 'Incendios'. Cedida

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Alejandro Pedregal, investigador: "Si el objetivo no es la regeneración ecológica, se perpetuarán los incendios"

El español realiza un análisis sobre cómo nuestra actual forma de pensar empeora los fuegos que nos amenazan.

Más información: El calor, el abandono rural y la falta de lluvia se ceban con España: la tormenta perfecta para los incendios forestales

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Un verano más, los incendios arrasan la península ibérica y el resto del arco mediterráneo. Vivimos en un mundo inflamable, que depende del fuego en muchas de sus formas y, al mismo tiempo, es altamente vulnerable ante el mismo.

Incendios (Verso Libros, 2025) aborda esa paradoja analizando tres incendios paralelos, de diferente ámbito pero que igualmente se cobraron víctimas mortales, todos producidos en el mes de junio de 2017: el forestal de Pedrógão Grande, en Portugal; el de la Galería Nicolini de Lima, en Perú, y el de la Torre Grenfell de Londres, Reino Unido.

Su autor es Alejandro Pedregal (Madrid, 1977), en la actualidad residente en Finlandia, donde ejerce su labor de investigador en el Consejo de Investigación de Finlandia y la Universidad de Aalto.

Atiende a nuestras preguntas desde el país nórdico, que también está viviendo uno de los veranos más calurosos de su historia.

¿Por qué relacionar tres incendios en apariencia con causas y consecuencias tan dispares como los de Portugal, Lima y Londres?

Justamente por lo que los une más allá de sus diferencias aparentes: forman parte de un sistema integrado global.

Cada uno se sitúa en contextos muy distintos —rural, industrial y urbano; Europa semiperiférica, Sur global y centro financiero global— y expresa esa lógica sistémica de un orden, el capitalista, que produce condiciones de vida (y de muerte) profundamente desiguales.

Lo que propongo es mirar más allá del evento en sí y observar los mecanismos sociales, ecológicos, económicos y políticos que, de manera asimétrica, transforman ciertos suelos, atmósferas, espacios y cuerpos en más vulnerables que otros. Son incendios distintos, pero generados por una arquitectura común.

¿Una conclusión del libro sería que vivimos en una civilización "inflamable" donde la cuestión no es tanto los incendios en sí como las circunstancias que los provocan?

Sí, podría decirse así. Vivimos en un mundo inflamable no solo por el aumento drástico de temperaturas y la alarmante superación de los límites planetarios, con todos los fenómenos extremos que eso conlleva, sino por una estructura civilizatoria.

La lógica de acumulación sin límites ha generado una combustión sistémica. El capital actúa como un fuego insaciable que todo lo devora. El problema no son los incendios per se, que, por supuesto, son un problema muy grave, sino el orden que prende la mecha.

Es decir, un sistema de mercantilización total cuya inercia automática hacia la expansión sin fin, que le da su forma imperialista, degrada ecosistemas de manera extrema, privatiza todo tipo de bienes comunes, transforma el trabajo en mercancía hasta niveles asfixiantes y somete la convivencia cotidiana a una amenaza latente y permanente.

¿Es posible prevenir incendios forestales como el de Pedrógão Grande sin salir de las lógicas económicas del capitalismo?

Creo que no se trata tanto de si es posible la prevención como de la relación causal insalvable que se da entre esas lógicas y desastres como este. El caso portugués muestra cómo la dinámica mercantil que se aplica al campo, desde los cercados al abandono de las comunidades rurales, los monocultivos o el sometimiento a la agroindustria, genera paisajes altamente inflamables.

Hay una disonancia imposible de armonizar entre los tiempos del capital y los de la naturaleza. Y por ello, si el objetivo es la rentabilidad y la ganancia acelerada, y no la restauración y la regeneración ecológica, se perpetúan las condiciones que hacen de estos incendios una amenaza constante.

Dentro del capitalismo se podrán introducir ciertos ajustes que mitiguen los síntomas, pero no se podrá resolver el problema de raíz: que todo territorio ha sido subordinado a una lógica de explotación y acumulación que lo vuelve estructuralmente vulnerable a los desastres sociales y ecológicos.

¿Qué medidas serían necesarias en contextos como el portugués, o el español?

Hay muchas medidas que se podrían debatir, pero creo que hay algunos frentes esenciales. Primero, se trataría de reconectar el campo con las comunidades, garantizando condiciones de vida dignas que permitan para revertir el abandono rural.

Eso ayudaría a reequilibrar la atrofia entre campo y ciudad, que en la actualidad condena al primero a ser proveedor de recursos y receptor de desechos de la segunda.

Por otro lado, habría que restaurar la biodiversidad de los ecosistemas, desmantelar la dependencia del monocultivo —que erosiona suelos y tejido social— y controlar la acumulación de biomasa mediante una gestión pública adaptativa.

Por último, sería necesario planificar priorizando la resiliencia ecológica y social frente a la ganancia inmediata. Pero todo esto exige inversión pública sostenida, reforma agraria en muchos casos, y romper con la valorización de la naturaleza en términos exclusivamente economicistas.

Una joven observa el incendio de la isla griega de Quíos.

Una joven observa el incendio de la isla griega de Quíos. Kostas Kourgias EFE Grecia

¿Dificultad la tarea que se perciban los cambios necesarios como destructores de empleo y que perjudican a las clases más desfavorecidas?

Es un tema delicado. Muchas veces, las resistencias al cambio se deben a que las alternativas no se presentan con garantías reales para una vida digna de llamarse tal. La clase trabajadora no se opone por ignorancia, sino por experiencia: ha visto frecuentemente cómo los supuestos procesos de transición solo han servido para precarizar aún más sus condiciones.

No hay más que recordar qué supusieron los programas de reconversión en este país. Pero el problema no es la conciencia, sino el marco en que se imponen las decisiones; el grado de participación deliberativa en el campo de la economía, que bajo el orden del capital es prácticamente inexistente.

Si seguimos hablando de transición sin democratizar el sistema ni redistribuir el poder, sin abordar la relación concreta entre justicia ecológica y social, es normal que surja cierta sospecha sobre los beneficios que esos cambios puedan traer a una clase cada vez más depauperada. Por eso la lucha por el cambio debe darse desde una perspectiva sistémica.

Labores de extinción de incendios en Portugal.

Labores de extinción de incendios en Portugal. Pedro Nunes Reuters Portugal

¿Las muertes en los tres casos tienen más que ver con las causas del incendio en sí o con la gestión forestal?

En todos los casos, las muertes podrían haberse evitado si las condiciones estructurales hubieran sido otras. En Portugal, la larga mercantilización del territorio y falta de prevención crearon un paisaje explosivo. En Lima, la informalidad estructural y la superexplotación laboral acabaron por naturalizar el encierro de dos jóvenes en un contenedor.

En Londres, el modelo de ciudad global neoliberal impuso medidas de austeridad sobre la vida de los sectores precarizados y migrantes, transformando sus casas en una trampa mortal. No fueron desastres inevitables. Fueron consecuencia de decisiones políticas y económicas que priorizan acumulación, ganancia y crecimiento por encima de la vida.

¿El fuego como mecanismo de transformación es un símbolo de desarrollo o una herramienta neutra?

De algún modo, aquí debo centrarme en algunos aspectos relativos a lo simbólico. El uso del fuego, como el de toda técnica en general, no es neutro. Depende del contexto y de los fines que se persiguen; de las relaciones de poder que lo encuadran.

En el orden capitalista, que ha puesto el planeta en llamas, el fuego implica destrucción: arrasa bosques, consume vidas, refleja la expansión descontrolada de un sistema que ha desatado sus automatismos para fracturar todo vínculo con el mundo natural.

Pero fuera de ese orden, también puede ser otra cosa: iluminación, conocimiento emancipador, potencial restaurador de nuestra relación en común con el mundo. Lo que se plantea al final del libro es el desafío de reorientar ese fuego para que no sea solo símbolo del desastre, sino también de la insurrección de lo vivo, frente a un sistema que somete todo al mercado para seguir acumulando.