Cada año, cuando llega el 21 de septiembre, vuelvo a detenerme a pensar en todo lo que significa el Alzheimer. Es un día que no solo marca una fecha en el calendario, sino que nos invita a mirar de frente una realidad que a menudo se nos hace incómoda: una enfermedad que roba la memoria, que transforma la vida de las personas y que obliga a miles de familias a reorganizar su mundo.

Y pienso, con frecuencia, en lo que realmente supone perder la memoria: no es únicamente olvidar un nombre o un lugar; es ver cómo se desdibujan los lazos que nos conectan con quienes somos y a quienes queremos. Imaginar ese proceso, aunque sea por un instante, basta para comprender la magnitud de esta enfermedad y la urgencia de actuar.

En ese contexto, las fundaciones tienen —tenemos— un papel que, a mi juicio, va mucho más allá de organizar actividades puntuales o de desarrollar proyectos aislados.

Somos, o deberíamos ser, espacios donde la sociedad encuentra compañía y apoyo frente a la enfermedad. Lugares donde las familias saben que no están solas, donde se acompaña sin prisa, donde se recuerda lo que otros olvidan.

Porque el Alzheimer, más allá de sus síntomas clínicos, es también una experiencia social y emocional que se afronta mejor cuando existe comunidad. Y ahí es donde las fundaciones marcan diferencia real.

Sabemos que, cuando alguien se acerca a una fundación, lo hace con una mochila cargada de incertidumbre, de cansancio, de preguntas sin respuesta.

Y no es extraño: en España, más de 800.000 personas viven con Alzheimer, lo que significa que hay cientos de miles de familias que conviven a diario con esta realidad.

Muchas de ellas llegan sin saber a quién acudir, con la sensación de que la enfermedad les ha desbordado, y descubren que no están solas, que existen recursos, profesionales y, sobre todo, una comunidad dispuesta a acompañar.

A veces basta una conversación, una orientación precisa o simplemente la certeza de que hay alguien al otro lado para que el peso se alivie, aunque solo sea un poco.

En Fundación Caser, además, hemos querido aportar nuestro grano de arena desde la investigación social.

Nuestro último estudio sobre las familias con personas en situación de dependencia en España analiza cómo las personas mayores, los cuidadores y sus familiares afrontan la dependencia, identificando necesidades, retos y oportunidades para mejorar la atención y la calidad de vida.

Este trabajo, que queremos compartir también con las fundaciones especializadas en esta enfermedad, nos recuerda que no es solo un desafío clínico, sino también un reto social y comunitario que requiere respuestas coordinadas y sostenibles.

Es cierto que el Alzheimer sigue siendo una enfermedad dura, y lo será mientras la ciencia no consiga detener su avance con soluciones definitivas. Pero pensar que nada se puede hacer sería un error. Todo lo contrario: hay mucho que podemos y debemos hacer hoy.

Podemos sensibilizar a la sociedad para que deje de mirar hacia otro lado, para que comprendamos colectivamente que detrás de cada diagnóstico hay familias enteras reorganizando su vida con enorme esfuerzo.

Podemos impulsar la investigación, que avanza con nuevas terapias, biomarcadores y diagnósticos más precisos, porque es la única vía real hacia un futuro en el que esta enfermedad tenga un freno eficaz.

Y, mientras tanto, podemos acompañar: estar al lado de quienes lo necesitan, ofrecer apoyo, escucha y empatía, porque a veces la mayor ayuda no está en una pastilla o en una terapia, sino en la certeza de que no se atraviesa este camino en soledad.

El Día Mundial del Alzheimer no debería ser solo una efeméride que se recuerda un día al año, sino un recordatorio de lo mucho que aún tenemos por hacer.

Nos invita a pensar si como sociedad estamos ofreciendo las respuestas adecuadas, si apoyamos a quienes cuidan, si impulsamos suficiente investigación, si generamos entornos que no excluyen ni invisibilizan.

Y también nos recuerda algo esencial: que las personas con Alzheimer siguen siendo personas plenas de dignidad, con derechos, con afectos, con historias que merecen ser honradas.

Las fundaciones, en este escenario, tenemos una responsabilidad especial. No somos actores secundarios, sino parte fundamental de la respuesta colectiva.

Tenemos la capacidad de unir a distintos sectores, de dar voz a quienes no siempre son escuchados, de mantener viva la memoria común cuando la memoria individual se apaga. Y esa tarea no es menor: ser custodios de la dignidad y de la esperanza exige compromiso, constancia y sensibilidad.

Quizás este sea el mayor desafío de todos: recordar lo que otros olvidan, sostener lo que se tambalea, construir comunidad donde el olvido amenaza con fragmentar.

Y en ese empeño, cada gesto cuenta. Una conversación, una actividad compartida, una campaña de sensibilización, una beca para la investigación: todo suma, todo importa, todo contribuye a que el Alzheimer no sea solo un diagnóstico clínico, sino también un reto social que enfrentamos juntos.

Porque cuando los recuerdos se desdibujan, lo que permanece es la manera en que sabemos cuidarnos unos a otros. Y ahí, en esa tarea de acompañar y de dar sentido, incluso cuando la memoria falla, las fundaciones podemos y debemos estar siempre presentes.

*** Mónica Hernando es miembro de Fundación Caser.