El apagón que afectó a más de medio millón de hogares en España el pasado 28 de abril no solo supuso una interrupción temporal del suministro eléctrico. Fue una señal de alerta sobre la fragilidad estructural de nuestra red eléctrica.
Al mismo tiempo, también fue una llamada de atención por la falta de ambición política para reforzarla con visión de futuro.
Bastó un fallo en la interconexión con Francia para desencadenar una reacción en cadena que dejó sin luz a miles de familias. En un sistema eléctrico centralizado, cualquier incidencia puede amplificarse, y lo ocurrido lo demostró con claridad.
Este tipo de episodios no son exclusivos de España, pero adquieren una dimensión especial aquí, en un país que lidera Europa en potencial solar y que, sin embargo, aún no ha convertido ese recurso en la columna vertebral de su seguridad energética.
La transición energética no debe limitarse a sustituir fuentes de generación, sino que debe transformar la arquitectura del sistema, descentralizándola y acercando la producción al punto de consumo.
En este contexto, el autoconsumo —y particularmente el autoconsumo con almacenamiento— no solo emerge como una solución sostenible, sino también como un instrumento de estabilización.
Cuando la generación está distribuida, el riesgo también lo está. En lugar de depender exclusivamente de grandes centrales y de infraestructuras de alta tensión, el sistema se apoya en una red más densa, flexible y cercana a los usuarios.
Este modelo no es una utopía tecnológica. Ya existe y, en países como Alemania o Italia, su implantación avanza con decisión.
En España, la adopción es aún incipiente, pero tiene un enorme potencial. Cada batería instalada en una vivienda no solo reduce la factura eléctrica de una familia, sino que también contribuye a amortiguar los picos de demanda y a evitar que un incidente local se transforme en una crisis nacional.
En 2024, el autoconsumo fotovoltaico generó 9.243 GWh, lo que cubrió el 3,7 % de la demanda eléctrica nacional, una cifra que crece año tras año.
El debate sobre la transición energética ha estado, en ocasiones, demasiado centrado en el despliegue de grandes proyectos de infraestructura, dejando de lado el papel del ciudadano como actor central.
Sin embargo, una red más resiliente no se construye únicamente desde los despachos o los fondos europeos. También se consolida a partir de decisiones individuales, informadas y empoderadas, que permiten transformar los tejados en parte de la solución.
Por eso, es fundamental redefinir el marco normativo para que no solo facilite el autoconsumo, sino que también lo incentive activamente en combinación con almacenamiento.
Hoy en día, en muchos casos, instalar una batería sigue sin ser rentable sin ayudas o sin una regulación que reconozca su valor sistémico. Es necesario que el discurso público reconozca y promueva esa función estratégica que ya desempeñan miles de hogares en Europa.
Lo ocurrido en abril no fue un error técnico aislado, sino un síntoma de un modelo que necesita actualizarse.
En un país con tanto sol como España es contradictorio que dependamos tanto de la importación de energía o de un sistema centralizado que no responde con agilidad ante incidentes.
Mientras otros países europeos empujan con fuerza la generación distribuida, en España persisten inercias regulatorias y modelos de negocio anclados en el pasado.
La apuesta por el autoconsumo distribuido, con una visión estratégica y alineada con los objetivos europeos, también supone una apuesta por la soberanía energética, la resiliencia y la participación ciudadana.
No se trata solo de avanzar hacia una economía descarbonizada, sino de construir una estructura energética moderna, robusta y verdaderamente europea.
El momento de hacerlo es ahora, antes de que el próximo apagón nos recuerde, una vez más, que estamos a tiempo, pero no indefinidamente.
***Andreas Thorsheim es CEO de Otovo.