Julio Cortázar en su genial Historias de Cronopios y Famas describía a los recuerdos como entes viajeros a quienes debíamos cuidar para que no tropezaran y cayesen. Al leerlo en mi adolescencia —casi juventud—, los imaginaba como seres incorpóreos vagando por nuestros entornos. Unos en busca de nuestra atención, otros intentando pasar desapercibidos.

Sin dejar a un lado la poesía, hoy quiero hablarte de ese misterio aún por desvelar que es la memoria infantil. Esos primeros recuerdos que deberían ser nítidos, pero se tornan traslúcidos y desaparecen con gran celeridad.

Confieso que la primera imagen que guardo de mi infancia —curiosamente en colores— capta un momento crítico: con la ayuda de una amiga de la familia vuelvo a aprender a caminar. Resulta que una especie de sepsis casi acaba con mi incipiente vida y, luego de meses en el hospital, tuve que volver a desarrollar esa habilidad. De acuerdo con la memoria familiar, en ese entonces aún no había completado mi segunda vuelta alrededor del Sol.

Luego vuelvo a tener recuerdos coloridos de numerosas circunstancias muy específicas antes de los tres años: juegos infantiles e interacción con mis padres y hermana. Más tarde aparece el momento cuando aprendí a montar bicicleta, es decir, mi primera gran caída y ahí tenía cuatro años recién cumplidos. A partir de entonces aumentan especialmente los recuerdos de vivencias, conversaciones, decepciones y alegrías.

Sin embargo, la mayoría de las personas no guardan memoria de lo vivido en edades tempranas. Cuando te comentaba la presencia de colores en mis recuerdos no era un recurso literario para hacer más poético el texto; la presencia del color en esas memorias me asegura que no es algo recreado a partir de fotos. Soy un señor mayor y los escasos retratos de mi infancia son en blanco y negro.

La exploración del llamado fenómeno de la amnesia infantil o la incapacidad para recordar experiencias de los primeros años de vida, ha sido y es un tema difícil de abordar. Los modelos animales se suelen alejar de nuestra realidad y trabajar con humanos trae consigo monumentales problemas éticos.

¿Por qué, en general, olvidamos las vivencias tempranas?; es la pregunta que hoy intentaré —remarco el condicional— responder.

La ciencia actual parte del hecho que los adultos generalmente no tienen recuerdos antes de los tres años, y la capacidad de formar memorias duraderas madura alrededor de los siete. Según las primeras teorías, el olvido es el resultado de cerebros inmaduros y de la falta de autoconciencia.

El padre del psicoanálisis Sigmund Freud planteó que la "amnesia infantil" es un proceso por el cual el cerebro humano reprime los primeros recuerdos, posiblemente debido a su naturaleza psicosexual.

Retomando el tema en la actualidad, las nuevas investigaciones aseguran que el cerebro puede formar recuerdos antes de los tres años. Sin embargo, lo hace de una manera diferente a cómo estos se generan y guardan en la edad adulta. Por ello, los primeros recuerdos podrían ser inaccesibles más adelante. Es como si se olvidara la forma de recuperarlos. Si hacemos un símil con un ordenador: el documento está guardado, pero no conocemos la ruta para acceder a la carpeta donde se grabó.

De hecho, varios investigadores del campo coinciden en que el proceso de olvido puede ser una ventaja evolutiva, algo que potencialmente ayuda a los cerebros jóvenes a priorizar el aprendizaje y el desarrollo de la memoria.

Es sumamente interesante que algunos estudios llegan a la conclusión de que la amnesia infantil afecta a recuerdos específicos, como dónde y cuándo sucedieron los eventos —memorias episódicas—, pero no a otros como el significado de las palabras —memorias semánticas—.

Los más intrépidos afirman que los primeros recuerdos podrían permanecer en el subconsciente y liberarse bajo ciertas circunstancias como las sesiones de psicoanálisis o algún shock emocional. En este punto, es importante decir que se han realizado experimentos en roedores en los que se ha concluido que los recuerdos olvidados podrían reactivarse utilizando técnicas como la optogenética.

Entiendo que te puedas preguntar ¿qué es la optogenética? Hago un paréntesis y te comento que es una técnica que combina la genética y la óptica para controlar con precisión las células vivas, especialmente las neuronas, mediante la luz. En esencia, nos permite "encender" y "apagar" las neuronas a voluntad, iluminando así el funcionamiento del cerebro.

Volviendo al tema original de esta columna, debo decirte que la razón exacta por la que olvidamos los primeros recuerdos sigue sin estar clara. A nivel de teorías no confirmadas se plantea que suprimir recuerdos libera recursos cerebrales para aprender cómo funciona el mundo y permite confiar en la memoria de los cuidadores —padres, madres y tutores—. Por otra parte, muchos científicos piensan que la alta tasa de generación de nuevas neuronas en cerebros jóvenes podría sobrescribir recuerdos existentes, haciéndolos desaparecer.

Leyendo la literatura científica disponible para escribir esta columna he encontrado estadísticas que aseguran que las experiencias adversas como el estrés y las infecciones en la vida temprana pueden prevenir la amnesia infantil, pero tienen inconvenientes como una mayor ansiedad.

Esto podría explicar esa capacidad, nada excepcional, por otra parte, de recordar episodios muy precisos —y coloridos— de mi temprana infancia. Al principio de la columna te comenté que sufrí una especie de sepsis con muy poca edad. Ahora habrá que preguntarles a mis allegados si la ansiedad me caracteriza, mas será algo que prometo no compartir.

De cualquier manera, mucha ciencia queda por transitar para entender los recovecos de la memoria temprana. Mientras tanto, tal y como hacen los Cronopios de Cortázar, cuidemos nuestros recuerdos, evitemos que tropiecen y se caigan.