Hay que fiarse de los amigos. Y con los ojos cerrados me coloqué, iniciándose la feria de arte Arco, en la deliciosa casa madrileña de Sophia Blaquier. Mi amigo Luis Gallusi me había conminado a acompañarle para conocer a una artista que era más que eso. Hice bien confiando. En efecto, era una declaración de principios hecha arte.

Catalina Swinburn me enamoró con una obra muy política y muy artística. Formaba parte de esa manera de expresión en la que el papel toma formas y toma la palabra. Pero con tono más contundente si cabe que en otras. Porque para esta había solicitado al Estado chileno —y conseguido— las papeletas de votos que habían permitido refrendar su Constitución en 2022.

¿Solo los votos a favor? No, también aquellos emitidos en contra, para mayor grandeza. Como dijo su galerista Isabel Aninat al presentarla, se trataba de una obra política con diversas capas que no siempre se pueden leer, aunque la lectura de esta creo que era rápida de captar y más aún de entender.

Quiso la casualidad de la feria que una serie de eventos se produjeran, ahí donde el arte se entrecruza con la ideología o al menos con la llamada de conciencia. No era una casualidad que Ucrania tomara una cierta porción de protagonismo, estando en el mes en el que se cumplía el aniversario de la invasión rusa, esa por la que rezábamos que fuera corta.

Y me conmocionó ver de cerca una obra que ya había conocido por las redes sociales, también de dobles o triples lecturas, fruto de la colaboración entre dos artistas, el ecuatoriano Felipe Jácome y la ucraniana Svetlana Onipko. Su título, Unbroken, produjo en mí el efecto broken, de corazón roto, partido, que diría Sanz, Alejandro.

Porque la obra presentada, y las quince que componen el proyecto, era y es la representación del drama absoluto, pero también de esa distopía en la que nos hemos acostumbrado a vivir desde hace años, contradictorios ellos y nosotros.

En la entrada al jardín de Casa de América en Madrid, presidiendo ese romántico poema verde que te sumerge en ese oasis boscoso en el centro madrileño, recibía y recibirá hasta julio un monumental cuadro cuyo fondo está compuesta por casquillos de balas rusas.

Sobre ellos, impresa la belleza de una bailarina del ballet nacional de Kiev, fotografiada por Svetlana, de las pocas si no la única fotógrafa ucraniana que además es bailarina, lo que explica seguramente y el sentido y la sensibilidad del gesto.

Me abrumó la capacidad de estos dos jóvenes para asimilar el horror y convertirlo en grito poético y reivindicativo. En el caso de Jácome, es una crónica permanente de su obra y, en el de Svetlana, es la llamada de atención también sobre una diáspora que se extiende como una mancha de aceite por Europa (ella exiliada en Holanda).

Su creación me conmovió especialmente después de haber visto por segunda vez la exposición En el ojo del huracán. Vanguardia en Ucrania, 1900-1930, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Es un buen ejemplo de obras que hablan de su también exilio para salvarse, precipitado entre disparos; en realidad es la segunda vez que se 'esconden' para evitar su desaparición, la primera fue en tiempos de Stalin.

Y es un buen ejemplo de maniobra rápida y certera del museo y de Francesca Thyssen y su fundación TBA21, por cierto galardonada con uno de los premios InspirAcción entregados por la asociación WAS (Women Action Sustainability) el pasado jueves 2 de marzo.

Dejó escrito Gabriel Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro. Y es la misma reflexión que aplico a cualquier manifestación artística. Aunque yo añadiría a futuro el calificativo sostenible, porque ya sabemos hoy que la sostenibilidad aplicada a las personas, y con ellas en el centro, es nuestro punto de mira, una diana a la que la cultura nos remite permanentemente para nuestra transformación.

Celaya se habría sorprendido con el arma visual y poético adaptado al siglo XXI de campañas tan feroces como las que realiza la directora y activista Mabel Lozano en esa cruzada particular y profundamente solidaria para erradicar la trata. En la última, ha dado un paso de gigante para alcanzar a muchos jóvenes que ya han asimilado que la trata para explotación sexual es un negocio, pero que lo ven lejano y ajeno.

Para acercarlo, en su nueva campaña realizada para la organización APRAMP (que trabaja para erradicar esta lacra, concienciando y rescatando a mujeres, ofreciéndoles una opción de vida diferente), ha ido adonde están ellos, ha viajado a sus universos, a TikTok, a Instagram, ahí donde se comunican, ahí donde se hablan, ahí donde les engañan.

Mabel Lozano ha querido destacar así que ya no es un problema lejano, que solo afecte a mujeres y niñas engañadas a miles de kilómetros de distancia y esclavizadas en nuestro país. Ha dejado claro que las chicas de aquí, las nuestras, también pueden ser extorsionadas, muy cerca, a pocos metros de donde vivimos, a un clic de distancia.

Como dice la directora, “los jóvenes desconocen que un vídeo una vez en línea es irrecuperable y puedes sufrir sextorsión”. El suyo no puede ser más auténtico, protagonizado por dos referentes como la actriz Laura Rozalén o la influencer Mar Lucas, con 14 millones de seguidores y con la fuerza que da haber vivido el problema en primera persona.