Vista aérea de un atasco.

Vista aérea de un atasco. iStock

Historias

Bajar del coche para subir a la bici o al bus: la investigación que alerta del sobreuso global del vehículo privado

En 'Carmageddon', el corresponsal de 'The Economist', Daniel Knowles, indaga en cómo los vehículos llegaron a redibujar las ciudades.

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"Cuando, en los primeros meses de 2020, empecé a escribir este libro, […] de repente, las calles se despejaron y los animales salvajes volvieron al centro desierto de las ciudades". Así comienzan las conclusiones de Carmageddon (Autocalipsis) (Capitán Swing, 2025)

En su libro, el corresponsal en el Medio Oeste estadounidense de The Economist, Daniel Knowles, hace un alegato en contra de los automóviles que, escribe, han moldeado las ciudades y, por ende, las sociedades. Y es que, recuerda, un estilo de vida como el suyo —reconoce preferir vivir en el centro de ciudades que permitan prescindir del coche y moverse en transporte público o bici— "se ha vuelto caro por culpa de los coches". 

Al menos así, argumenta el británico, sucede en EEUU —aunque también en tantos lugares a lo largo y ancho del planeta—, donde "el estilo de vida de los barrios residenciales está absurdamente subvencionado".  

Reconoce, incluso, que "solo" se puede permitir vivir en el centro de una ciudad porque no tiene hijos y, por tanto, él y su esposa pueden "pagar los desmesurados alquileres que cuesta vivir en uno de los pocos barrios de Estados Unidos por los que realmente se puede caminar".

Viva el ferrocarril

El periodista británico tiene claro que hay demasiadas urbes construidas o repensadas para los coches. Es decir, con el vehículo privado en el centro y no con el peatón, la persona que habita y, ya de paso, conduce. Este tipo de planificación urbanística, además, recuerda, se dio especialmente porque asfaltar sale más barato que construir ferrocarriles subterráneos.

Aunque, dice, esta situación —la de tener más carreteras de las realmente necesarias— provoca sobrecostes para las arcas de las ciudades, que tienen que mantener el asfalto extra con el que se pavimente las carreteras creadas para el coche. Aunque, escribe, "ese coste no refleja el verdadero precio que paga la sociedad". 

Y lo explica: "Las carreteras imponen a la gente unos costes que no conlleva el ferrocarril. Para empezar, cuestan más dinero a los usuarios, porque tener un vehículo sale mucho más caro que comprar un billete de tren. Pero, además, cuando todo el mundo tiene que usar el coche, la ciudad tiene que extenderse".

Esta expansión, insiste, "es cara". Porque, "cuando más se dispersan las casas, más dinero cuesta construir alcantarillas, instalar conexiones eléctricas y recoger la basura". Esa, apunta en el libro, es la razón por la que "el tren tiene un valor añadido y revaloriza las zonas cercanas a él mucho más que una autopista monstruosa". 

¿Más carreteras, menos tráfico?

En su libro, Knowles utiliza el colapso de una autopista elevada en Nueva York en 1973 para derrocar el mito de que el tráfico se regula construyendo más carreteras. O, dicho de otro modo, que a menos calzadas, más atascos.

Si bien es cierto que, en un primer momento, el accidente neoyorquino produjo una congestión considerable en la Gran Manzana. Esta fue producto directo del derrumbe de la vía, que, tras este suceso, estuvo la friolera de 20 años cerrada. 

Por aquel entonces, los pronósticos eran aterradores: los más de 70.000 vehículos que pasaban a diario por ella tendrían que circular por algún sitio. Se creía que Nueva York —especialmente Manhattan, a cuyo centro neurálgico conectaba la autopista— colapsaría por el tráfico. Pero nada más lejos de la realidad. 

El colapso de la autopista West Side de Nueva York en 1973.

El colapso de la autopista West Side de Nueva York en 1973. Harry Hamburg Getty Images

Knowles escribe que "los coches se fueron a alguna parte, pero todavía hoy no tenemos ni idea de dónde". En plena expansión y crecimiento de Manhattan, con cada vez más personas acudiendo a diario a sus oficinas, los vehículos privados no llegaron nunca a inundar —aún más— la ciudad. 

El corresponsal de The Economist lo explica en el propio texto: "En una ciudad como Nueva York, donde, para ir a cualquier sitio, existe siempre la opción de caminar, ir en bicicleta o coger el metro o el autobús, la mayoría de la gente tiene alternativas al coche". Y es que, con la amenaza de un atasco infernal en su camino al trabajo o de vuelta a casa, quién se arriesgaría.

Por eso, para Knowles las alternativas en movilidad son la clave para determinar (y reducir) el tráfico y no el número de carriles. "Lo que determina el volumen de tráfico es qué otras opciones tienen los conductores". 

En declaraciones a EFE, el natural de Reino Unido indica que las grandes ciudades necesitan "menos mentalidad de parabrisas" para "cambiar las reglas del juego urbano" hacia modelos más ecológicos mediante el transporte público y otros medios alternativos al vehículo privado. Así de contundente se muestra.