Aunque el odio no ha estado nunca alejado de la esfera pública a lo largo de la historia, es con la llegada de las redes sociales cuando se propaga, se viraliza y se acratiza –es decir, cada cual odia "a su manera"–.
La llegada de Donald Trump al poder en los EE.UU. en 2017 y la construcción de un esquema ideológico –el movimiento MAGA, Make America Great Again–, adecuado a su personalidad, ha trastocado la política mundial y la forma de hacer política en un mundo aún herido por la gran recesión del año 2008. Este modelo se ha extendido en buena parte de los países occidentales alentando un virus que amenaza la democracia en la forma y manera que hoy la conocemos, abocándonos a un sistema político caracterizado, cada vez más, por formas autoritarias.
Desde los comienzos de la historia el enemigo era alguien a quien odiar. Se le hacía un retrato en las esferas del poder, ya fuese este de carácter político, social, económico o religioso. Luego se le adornaba con defectos y perversiones que se atribuían al enemigo, y se daba rienda suelta a la masa para que añadiese muchos más elementos y del retrato desfigurado crease un monstruo.
Ese monstruo se personificaba en una nación (p. ej. la pérfida Albión para referirse a los ingleses, o en un pueblo, usando el término gabacho para hacerlo con los franceses…), en una religión (Judensau –cerdo judío– para referirse a los judíos en alemán o marrano para referirse a los judíos españoles, moro para referirse a los musulmanes o brujas para estigmatizar a determinadas mujeres…), en un sector social (los inmigrantes, la clase obrera, el empresariado, los banqueros, las eléctricas, los come gambas…), en un partido político o ideología (los fachas, los rojos, los comunistas, los zurdos, los fascistas…). Y, lo que es peor, todos los que son encasillados en cualquiera de estas definiciones se meten en el mismo saco y, por tanto, el individuo y la persona dejan de existir como seres individuales para ser estigmatizados en un colectivo. Los "enemigos", por fuerza, son vistos y tratados como iguales aun cuando piensen diferente.
El siglo XXI, con la llegada de las redes sociales, ha sofisticado la ira contra el diferente, y las redes sociales públicas como X o Facebook, pero también TikTok o YouTube, o los más privados como WhatsApp y Telegram, difunden odio, de forma desaforada a los cuatro vientos, con frecuencia alentados por líderes políticos y personajes públicos, como avanzadilla de la descarga de adrenalina. Luego, los algoritmos enfrentan a gentes que no se conocen o que circulan por las redes con nombres falsos, lo que les permite mayor impunidad a la hora de desparramar sus odios, sus iras y sus bulos, partiendo el mundo entre "buenos" y "malos". Las redes sociales, tan beneficiosas para algunas cosas, se convierten en pura y tóxica perversión.
El odio se esparce con tal rapidez que pocos se escapan a los odiadores profesionales, a los que sigue una caterva de aficionados que completan y rematan, inconscientemente, el juego sucio. Es tal el barrizal con que nos regalan las redes sociales que es difícil entenderse, hablar con coherencia, con razonamiento lógico o con argumentos. Todo vale. En todo ello se desprenden una serie de actitudes
- Generar confusión y poner en duda la verdadera realidad de las cosas. A un hecho se contrapone, a veces sin ninguna lógica, otro hecho que lo contradiga. Dime lo que piensas que yo me opongo. Es una estrategia cerrada que no admite discusión.
- Poner en entredicho a instituciones, gobiernos, partidos políticos, empresas, sindicatos o colectivos. Ello genera inseguridad ya que las críticas, generalmente, no se ofrecen con una alternativa lógica y comprensible. Todo el mundo cree saber más que los demás, aunque en realidad no tenga ni idea de nada.
- Se actúa sin pensar ni reflexionar. Para hacerlo ya están los “líderes” que trazan el camino que los demás siguen, ya sea consciente o inconscientemente.
- Se transmite miedo al diferente, ya sea por raza, por religión, por forma de vestir, de pensar, de comportamiento sexual…
- Se traslada la idea de frustración social. Los de fuera nos quitan el empleo y se aprovechan de los servicios públicos, deteriorándolos. No hay futuro para los jóvenes. Es preciso culpar a colectivos minoritarios de nuestras frustraciones personales y colectivas. Sexto. Se desprecia lo ajeno y nos refugiamos en lo propio (la nación, las tradiciones, la religión, los toros…) que es lo que nos diferencia de lo ajeno, de lo extraño.
- Se desprecia lo ajeno y nos refugiamos en lo propio (la nación, las tradiciones, la religión, los toros…) que es lo que nos diferencia de lo ajeno, de lo extraño.
- Siempre hay una conspiración universal y unos culpables de esa conspiración que nos atenazan. Siempre hay un plan secreto que quiere ponernos en cuestión.
- Las mujeres son inferiores y las leyes naturales y la historia las relegan a un papel inferior al del varón.
- Los homosexuales, transexuales… son seres frutos de una enfermedad y una aberración de la naturaleza.
- "El pueblo salva al pueblo", siempre que quien lo dirija sea de los míos. Es la frase preferida del populismo.
- Cuestionamiento de las instituciones democráticas, especialmente del Parlamento. El diálogo, la negociación no conduce a nada, no sirve para arreglar lo que está mal. La ideología subyacente ha penetrado en la sociedad y no nos vale.
- Solo hay despilfarro. La administración, llena de gente ociosa, no sirve. Con lo que se gasta en políticos, sindicalistas y administración se podría arreglar todo lo que está mal.
Todo ello concluye en que gente abierta, moderada, razonable y de convicciones democráticas acaba sumergida, sin quererlo, en la cultura del odio, superándose los límites de lo racional para acabar entrando en el ámbito farragoso e incontrolable de lo emocional. La moderación queda relegada y la polarización, marcada por el discurso del odio, y la intransigencia, obligan al ciudadano a tomar partido en uno u otro sentido.
Quienes denuncian el extremismo y la polarización son anulados e ignorados. Acaba siendo mas importante destruir al enemigo, que ganarlo en una confrontación democrática. Derrotarlo es hundirlo sin argumentos. Ganarlo necesita de debate, propuestas, programa, razonamientos.
El insulto es una estrategia poderosa y muy elaborada donde los gabinetes de estrategia y comunicación se imponen por encima de la elaboración del pensamiento clásico, convirtiendo el odio en una estrategia exitosa. Es fácil convertirse en enemigos del establishment con una estrategia encaminada a enmascarar los propios intereses cuestionando, al tiempo, la acción política de quienes gobiernan, vinculándola a intereses personales. La polarización extrema se acaba premiando y hay organizaciones que suben electoralmente a medida que incrementan los insultos, aunque que paradójicamente se abstienen de entrar en las controversias políticas de actualidad, que consideran fruto de la "vieja política".
El lenguaje barriobajero se ha extendido a la política y ya es monopolio de gentes aparentemente culta y de formación universitaria, que incluso un día fueron a "buenos colegios". Ahora es repetitivo, lleno de hipérboles, exageraciones, medias verdades y mentiras a medias, incluso con deliberada ignorancia. Las palabras se lanzan como piedras. Las filias y las fobias acaban demostrando la carencia de ideas, sin que ello sea obstáculo para conseguir el propósito: conquistar el poder a cualquier precio.
Pero el canibalismo político acaba siendo, también, una forma de debilitamiento de las instituciones, de la propia sociedad que luego sufre en sus propias carnes quién llega, de esta forma, a conquistar el poder. La política del odio se trasmuta en políticas cada vez más autoritarias. El objetivo no es otro que la conquista del poder, y con ello la imposición autoritaria de las propias ideas y el pensamiento único, perdiendo la democracia, el pluralismo, la diversidad y la libertad individual y colectiva, que cada vez se desenvuelven con mayor dificultad.
Fernando Mora es politólogo, exdiputado regional y secretario de Análisis y Estudios Estratégicos en la Comisión Ejecutiva Regional del PSOE de Castilla-La Mancha.